lunes, 12 de julio de 2010

LA SEXUALIDAD EN FREUD - Carlos Rodríguez Lluesma

En bastantes sentidos, Freud tiene como categoría analítica fundamental el tiempo: explicar algo es dar cuenta de su génesis, de las condiciones iniciales en que surge, y que contienen el plan de su desarrollo ulterior. Así, la evolución de la especie y del individuo sólo resultan comprensibles tras haber aclarado las etapas de su desarrollo y cómo los sucesivos estratos han ido sedimentándose unos sobre otros: la ontogénesis repite la filogénesis, lo sucedido a la especie se comprime y repite en el individuo . La “dirección” del explicar debe ser, por ello, siempre lineal y opuesta a la marcha del tiempo. Las etapas posteriores encuentran explicación completa en las anteriores, que ejercen sobre ellas una causalidad mecánica .
Este esquema conceptual, que responde básicamente a la teoría darwiniana de la evolución de las especies, no resulta novedoso presentado de esta manera y referido a lo vivo en general . Pero sí resulta sorprendente la versión que Freud da de esta teoría, al aplicarla a lo anímico individual: en cierto sentido, el tiempo pasado permanece, queda encapsulado en estado latente, pues las fases sucesivas van depositándose unas sobre otras. Podríamos desgranar en dos tesis lo que estamos intentando comunicar: las fases de desarrollo por las que pasa un individuo van quedando en forma similar a cómo se sedimentan las sustancias materiales; y, en segundo lugar, lo estratos más antiguos, ejercen una causalidad exhaustiva sobre los más recientes. Es decir: lo posterior no asume y, por tanto, no transforma, lo anterior, sino que se le superpone. Freud lo dice explícitamente: “en efecto, las evoluciones anímicas integran una peculiaridad que no presenta ningún otro proceso evolutivo. Cuando una aldea se hace ciudad o un niño se hace hombre, la aldea y el niño desaparecen, absorbidos por la ciudad y el hombre. [...] En una evolución anímica sucede cosa distinta. A falta de términos de comparación, nos limitaremos a afirmar que todo estadio evolutivo anterior persiste al lado del posterior surgido de él [...] los pueblos primitivos pueden siempre ser reconstituidos; lo anímico primitivo es absolutamente imperecedero” . Podemos imaginarnos el ser humano como un juego de muñecas rusas, huecas y escalonadas en tamaño, que encajan una dentro de otra, hasta llegar a la más pequeña, la única maciza. Ninguno de los productos psíquicos infantiles ha sucumbido en el adulto. Todos los deseos, impulsos instintivos, modos de reacción y disposiciones del niño subsisten en el adulto, y pueden volver a surgir en las condiciones adecuadas .
Es conveniente no desdibujar los perfiles de la propuesta freudiana, que va más allá de una tesis particular sobre la experiencia: no se está diciendo que la madurez recoja de alguna manera la infancia, la pubertad, etc., sino que el primitivo estado de supuesto infantilismo lógico y afectivo es en todo momento una posibilidad real de configuración anímica, capaz de surgir reventando las cáscaras exteriores. La evolución de la humanidad es susceptible de invertir la marcha y llegar a lo infantil y arcaico, que permanece como fondo en todo sujeto y que constituye el núcleo duro motivador . Por eso, para hacer comprensible cualquier acción, piensa Freud, debe uno remontar la corriente temporal.
La convicción evolucionista fue reforzada por la práctica clínica. Freud comprobó que las asociaciones del enfermo retrocedían desde la escena que de aclarar se trataba a sucesos anteriores, y le forzaban a ocuparse del pasado, cada vez más lejano: “al principio parecía detenerse en la pubertad; pero después, ciertos fracasos y determinadas lagunas en la comprensión del caso atrajeron al análisis hasta los años anteriores a dicho período, inaccesibles hasta entonces a toda clase de investigación. Esta dirección regresiva llegó a constituir un importante carácter del análisis, pues se demostró que el psicoanálisis no conseguía explicar nada actual, sino refiriéndolo a algo pretérito, e incluso que todo suceso patógeno supone otro anterior, que, no siéndolo por sí mismo, presta dicho carácter al suceso ulterior” . Que el patrón explicativo es temporal, resulta obvio. Freud entiende que algo es más fundamental cuando es anterior.
En este sentido, la sexualidad constituye un punto de referencia principal. De alguna manera, lo infantil o arcaico reprimido —el nódulo del inconsciente— se opone al desarrollo psíquico, aprovechando las ocasiones propicias para provocar la regresión: la energía que los restos infantiles reprimidos hayan conservado en la vida anímica será medida de la fuerza con que irrumpan en la conciencia en un momento de debilidad del yo, haciendo a la organización psíquica superior regresar a constelaciones anteriores. En el sueño, contexto favorito de la regresión, el yo muestra su origen relativamente tardío y derivado del ello, por el hecho de que deja transitoriamente en suspenso sus funciones y permite el retorno a etapas anteriores; y lo lleva a cabo rompiendo los ligámenes con el mundo exterior, con los objetos, estableciendo la tendencia a retornar a la vida intrauterina: dormir es una metáfora del flotar en el seno materno. “Lo inconsciente de la vida psíquica no es otra cosa que lo infantil” .
Más allá de lo ontogénico, lo onírico remite a un fondo arcaico común, que no puede proceder de la vida adulta ni de la infancia olvidada del soñante. El simbolismo del sueño conecta con las más viejas leyendas de la humanidad, con los arquetipos vivos aún en lo mítico y en el folklore: no hay necesidad de postular, en el trabajo del sueño, una especial actividad simbolizante del alma; el sueño se sirve de simbolizaciones que ya están preformadas y listas en el pensamiento inconsciente. Según Freud, el simbolismo parece ser “una primitiva forma de expresión, desaparecida, de la que sólo quedan algunos restos diseminados en diferentes sectores y conservados en formas ligeramente modificadas” . La forma expresiva de los sueños retrocede a estados muy pretéritos de nuestro desarrollo intelectual: al lenguaje figurado, a las relaciones simbólicas y quizá a condiciones que existieron antes del desarrollo de nuestro lenguaje abstracto. Este es el estribillo psicoanalítico recurrente: el regreso a etapas primitivas es una amenaza constante a las conquistas de la evolución humana.
Las sociedades “atrasadas” constituyen, por tanto, el ser real de las “evolucionadas”. A juicio de Freud, los pueblos primitivos coetáneos a él serían un vestigio de los primeros días del hombre, un recordatorio de sus antepasados y su marcha hacia la civilización. Como desde una torre, el sujeto ilustrado mira atentamente la barbarie y animalidad anteriores, pero no sin preocupación, pues en su propio seno coexisten la razón científica y los impulsos sexuales, restos casi animales, que en un principio marchan en contra del resto de instancias cognoscitivas y apetitivas: la sexualidad se muestra “como algo mucho más independiente, opuesto más bien a todas las demás actividades del individuo y que sólo por una complicada evolución, muy rica en restricciones, es forzada a entrar en la liga de la economía individual” . Prometeo funda la civilización, pero quien la habita es Jano.
La sexualidad es una amenaza para la civilización, algo bestial, y dominarla, a fin de adaptarse a la realidad, una de las grandes tareas humanas. Ahora bien: esa dominación se consigue por medios que no son del todo extraños a la función sexual misma; pues si una parte de los instintos sexuales pervive en lo inconsciente en calidad de impulsos optativos insatisfechos, otra es desviada de su fines próximos y ofrece su energía, en forma de tendencias sublimadas, a otros fines, culturales, regidos por la realidad . Esta circunstacia, sin embargo, no altera el esquema freudiano, pues la sublimación es un modo alternativo de satisfacción de pulsiones cuyos fines primeros han sido obstaculizados. Ajustarse a la realidad corresponde a la sagacidad del placer. La descarga de la excitación sexual, la satisfacción del deseo, es, por tanto, polimorfa: Freud entiende la psique comparándola a un sistema hidráulico, en la que sólo resulta relevante la descarga de tensión, con independencia del modo.
La sexualidad, pues, impulsa y frena simultáneamente lo que Freud considera la marcha lineal de la humanidad, y de cada hombre, hacia su cumplimiento como ser racional. Vivimos en continua tensión entre esa herencia primitiva, animal y degradante, fuente extratemporal de motivaciones, y las exigencias de sus formas sublimadas, culturales . La psique pugna por avanzar, a contrapelo de los impulsos del ello, tendentes a establecer una dirección evolutivamente regresiva. Reprimir, sublimar o idealizar son mecanismos de defensa que emplea el yo para constreñir sus exigencias, si bien de forma provisional: los deseos arcaicos son indestructibles: el proceso secundario, el yo, lo racional-científico no termina de imponerse sobre ellos. El hombre es deseante antes que parlante, y sus deseos le llevan siempre a estados anteriores. Esta tendencia alcanzará su máxima radicalidad al introducir la pulsión de muerte, visible, por ejemplo, en el sadomasoquismo: morir es volver al estado anterior al surgimiento de la vida .
LA PSIQUE HIDRÁULICA
Freud comenzó su práctica médica al lado de Breuer, quien, por una observación casual, había descubierto que una mujer aquejada de histeria sanó cuando se le hizo dar expresión verbal a la fantasía afectiva que la dominaba. Durante el estado de vigilia, la paciente era incapaz de indicar la génesis de sus síntomas, y no encontraba conexión alguna entre ellos y ciertas impresiones de su vida, pero en la hipnosis hallaba inmediatamente el enlace buscado. Todos sus síntomas se hallaban relacionados con intensas impresiones, correspondientes a restos o reminiscencias de situaciones afectivas penosas, nacidas en situaciones que integraban un impulso a una acción, que había sido reprimida. Cuando, luego, en la hipnosis recordaba la sujeto alucinatoriamente tales situaciones y realizaba a posteriori el acto psíquico antes reprimido, dando libre curso al afecto correspondiente, desaparecía definitivamente el síntoma. Atendiendo a sus efectos purificadores, Breuer calificó a este método de “catártico” .
Con todo, Freud acabaría por considerar deficiente este modo de proceder: los efectos del hipnotismo eran poco duraderos y demasiado dependientes de la relación entre el médico y el enfermo. Había de inventarse un método, y Freud comenzó a poner en práctica el de la asociación libre. Consistía este nuevo camino en conseguir que el paciente prescindiese de toda reflexión consciente y se abandonase al curso de sus ocurrencias espontáneas, de las asociaciones que brotasen en ese momento entre cualesquiera elementos. Así se obtenía un material cuya interpretación podía desvelar el dinamismo psíquico de la persona en cuestión, algo que la hipnosis ocultaba. Y es que los recuerdos olvidados estaban, según Freud, a merced del enfermo y dispuestos a surgir por asociación con sus otros recuerdos no olvidados, pero una fuerza indeterminada se lo impedía, obligándoles a permanecer inconscientes. La existencia de tal fuerza resultaba indubitable, pues se sentía su acción al intentar, contrariándola, hacer retornar a la conciencia del enfermo los recuerdos inconscientes. Esa fuerza se hacía notar, pues, como una resistencia del enfermo. De este modo surgió la teoría de la represión : las fuerzas que en el tratamiento se oponían, en calidad de resistencia, a que lo olvidado se hiciese de nuevo consciente, tenían que ser las que anteriormente habían producido y expulsado de la conciencia los sucesos patógenos correspondientes. La innegable aparición de la resistencia certificaba la existencia de la represión. La teoría freudiana sobre este fenómeno constituiría la base principal de la comprensión de la neurosis y acabaría por imponer una modificación de la labor terapéutica: su fin no era ya hacer volver a los caminos normales los afectos extraviados por una falsa ruta, sino descubrir las represiones y suprimirlas mediante un juicio que aceptase o condenase definitivamente lo excluido por la represión.
Ahora quedaba claro que el olvido de ciertos tramos de experiencia se debía a su consideración, por parte de las aspiraciones de la personalidad, como temibles, dolorosos o vergonzosos. Había, pues, que pensar que debían precisamente a tales caracteres el haber caído en el olvido. En este punto se sitúa la aportación metodológica fundamental de Freud: la retirada a lo inconsciente de la experiencia en cuestión sería resultado de un conflicto anímico: dos magnitudes dinámicas lucharían durante algún tiempo ante la intensa expectación de la conciencia, hasta que el afecto penoso quedase rechazado y sustraída a su tendencia la carga de energía. Este sería el desenlace normal. Pero en algunos casos, y por motivos aún desconocidos, habría hallado el conflicto un distinto desenlace. Se habría cerrado el acceso a la conciencia y a la descarga motora directa, con lo cual habría conservado el impulso desagradable toda su carga de energía, permaneciendo activo. Los mecanismos de defensa producirían entonces una disociación de afecto y representación : se separa, por una parte, la carga de afecto que va unida a dicha representación, con el simultáneo desplazamiento hacia una representación afectivamente más neutra, mientras que, por otra, se convierte a la representación en no apta para la conciencia. Como consecuencia de la represión, podían pasar tres cosas: a) se producía un fenómeno de conversión de la “suma de excitaciones” en inadecuadas inervaciones somáticas; o b) una transposición de los afectos a otras representaciones, dando origen a falsas conexiones entre representación y afecto (neurosis obsesiva), o c) se manifestaban las representaciones rechazadas en forma de proyecciones sobre el mundo exterior (paranoias).El método de investigación y curación de Freud, destinado a liquidar las represiones patógenas, recibiría el nombre de psicoanálisis en sustitución del de catarsis.
La psique se estructura como un campo de energías fluyentes en direcciones distintas y cambiantes, estructuradas en sistemas enfrentados y, en su mayor parte, ajenas a la conciencia. Por un lado, conocemos su órgano somático. Por otro, nuestros actos conscientes, de los que tenemos un conocimiento directo. Entre estos dos límites, todo nos es desconocido. Podemos pensar lo anímico, pues, como un espacio en el que lo consciente representaría la presentación momentánea y fugaz de los procesos psíquicos, que tienen lugar, por así decirlo, en la oscuridad: la mayor parte de la vida anímica —el juego de represiones y deseos, entre otros— tendría lugar en el ámbito inconsciente . Su desciframiento y traducción a lenguaje consciente constituiría la tarea del psicoanálisis. La descripción detallada del escenario psíquico iba a desvelar el carácter esencialmente conflictivo que este tiene: el inconsciente del que hablaba Freud no sólo no era un residuo de las operaciones conscientes, sino que dotaba de sentido a estas. Es más: permitía explicar, según Freud, acontecimientos previamente etiquetados como azarosos (actos fallidos) o absurdos (sueños) .
Al relacionar los tramos conscientes y los inconscientes, a fin de establecer su interacción, Freud creía estar fundando una nueva ciencia natural, que habría de apoyarse en nuevos conceptos e hipótesis, como sucedía en el resto de los campos científicos. Los conceptos de instinto, energía nerviosa, etc. padecerían durante un periodo incierto una indeterminación similar a los de las ciencias positivas más antiguas (fuerza, masa, gravitación) .
El método podía, y debía, ser el mismo porque, a juicio de Freud, los objetos y contextos de estudio no diferían de modo relevante. Aunque en escritos posteriores matizara esta tesis , en sus primeros escritos —anteriores a la ideación de la tópica ello-yo-superyó— la asimilación del psiquismo al mundo natural es completa. La metáfora que usa Freud para hablar de “procesos anímicos” está expresada en términos mecánicos: “En este proyecto hemos intentado encajar la psicología en el cuadro de las ciencias naturales; es decir, representar los procesos psíquicos como estados cuantitativamente determinados de partículas materiales especificables, y esto a fin de hacerlos evidentes e incuestionables. Este proyecto encarna dos ideas cardinales: 1º lo que distingue la actividad del reposo es de orden cuantitativo. La cantidad (Q) se halla sometida a las leyes generales del movimiento. 2º Las partículas materiales de que se trata son las neuronas” . La biología de los tiempos de Freud, heredera de la Naturphilosophie de Goethe y del vitalismo, supone que los acontecimientos están tejidos con una energía cuya cantidad, según el principio de conservación de Heimholz, tiende a permanecer inalterada. Por eso resulta comprensible en los términos físicos de atracción y repulsión. Por decirlo aún con más claridad: el aparato psíquico puede compararse a un dispositivo hidráulico, pues consiste en un sistema de presiones, canales, diques, flujos, soportes y desviaciones; sólo que, en este caso, lo que es canalizado y dirigido es la energía, que activaría las neuronas: tiene todas las propiedades de una cantidad, es capaz de aumento, disminución, de desplazamiento y de acarreo, y se expandiría por las neuronas y, en obras sucesivas, por la huellas mnémicas. Esta activación de instancias por parte de la energía, recibe el nombre de “investidura”.
El mundo psíquico es explicado, por tanto, en términos energéticos: la histeria y la neurosis, por ejemplo, consisten en malas regulaciones de la energía, en un conflicto de investiduras y desinvestiduras. A fin de evitar sobrecargas y, con ellas, disfunciones, el sistema tiende a reducir sus propias tensiones a cero, es decir, a descargar sus cantidades. La enunciación teórica general de esta tendencia se llama “principio de constancia”; y, en el caso del hombre, “principio de placer”, pues la descarga de tensión resulta placentera, mientras que la tensión, displaciente. Todo el sistema descansa sobre esta equivalencia, postulada, entre, por una parte, displacer y aumento de tensión, y, por otra, placer y descenso de nivel.
Ahora bien: el reinado del principio del placer es despótico, pero alambicado, puesto que, respecto a las investiduras neuronales no se puede, como sucede respecto a los peligros externos, huir; el sistema psíquico necesita un mecanismo que controle las cargas peligrosas para el equilibrio del sistema. Se trata de “ligar” la energía que no puede descargarse, de forma que se reduzcan las tensiones. Por eso, el sistema neuronal se ve obligado “a renunciar a su primitiva tendencia hacia la inercia (es decir, a un descenso de nivel hasta cero). Debe aprender a tolerar cierta cantidad acumulada (...), suficiente para satisfacer las exigencias de una acción específica”. Por eso hablará Freud de un sistema de neuronas permanentemente investidas con una carga constante. El mecanismo se complica: aparece un sistema que, suponiendo un aumento pequeño de tensión, traduce la tendencia a rebajar esta, al conseguir, si no reducir el nivel a cero, sí mantenerlo constante, cumpliendo así con el principio de placer por medio de un rodeo .
Tenemos, entonces, un estado libre y otro ligado de la energía, que corresponden respectivamente a la función primaria y a la secundaria, ambas destinadas a procurar placer, si bien por caminos diversos . En el primer caso, la descarga consistiría en la reinvestidura de las imágenes mnémicas (recuerdos) del objeto deseado y los pasos para obtenerlo, lo que produciría una alucinación; y con ello, un displacer real. “Como todo impulso instintivo, también este [(del sueño)] tiende a la satisfacción por medio de la acción; pero los dispositivos fisiológicos del estado de reposo le cierran el camino de la motilidad, viéndose así obligado a contentarse con una satisfacción alucinatoria” . La tarea de inhibir esta investidura corresponde a la función secundaria, a la “organización del yo”, y consistiría en aprender a no investir las imágenes motrices y las representaciones de los objetos deseados. Lamentablemente, Freud no explica cómo esto tiene lugar.
Este es el punto central: Freud sostuvo siempre que la función esencial del sistema nervioso era el control de la excitación: “un trauma se podría definir como un aumento de excitación dentro del sistema nervioso, que este último no es capaz de tramitar suficientemente mediante reacción motriz”. El exceso de estimulación produciría un estado tóxico que invadiría al sistema; el neurótico se aficiona a las excitaciones, que, al no encontrar salida motriz, quedan bloqueadas.
La representación reprimida deja, por tanto, una huella inconsciente pero efectiva: la representación reprimida era la base de procesos inconscientes. La entrada de la sexualidad en la escena psicoanalítica tiene como contexto genético precisamente estas investigaciones sobre las huellas mnémicas dolorosas: al avanzar la investigación, se fue revelando con mayor claridad el encadenamiento de tales impresiones de significación etiológica, que se remontaban a la pubertad o a la niñez del neurótico. Simultáneamente, tomaron carácter unitario y, por último, se hizo patente que en la raíz de toda producción de síntomas existían impresiones traumáticas procedentes de la vida sexual más temprana. El trauma sexual reemplazó al trivial: como se hacía paulatinamente más claro, los síntomas representaban un sustitutivo de tendencias que toman su fuerza de las fuentes del instinto sexual .
EL INSTINTO EXTRAÑO
Las ‘reminiscencias’ sufridas por los neuróticos revelaron la naturaleza sexual de las fuerzas inconscientes causantes de tales recuerdos, sin caracterizar todavía en 1895, cuando Freud escribió su Proyecto. Se trataba siempre de conflictos sexuales actuales o repercusiones de sucesos sexuales pasados: al buscar las situaciones patógenas en que se habían producido las represiones de la sexualidad y de las cuales procedían los síntomas surgidos como productos sustitutivos de lo reprimido, llegó Freud hasta los años más tempranos de la vida infantil del sujeto, cuando se habría producido una seducción que la inmadura organización psicológica del niño no podría asimilar ni procesar. Al unirse esta experiencia sexual precoz a la pubertad, se desbordaría la capacidad reguladora del sistema nervioso, se produciría el trauma. Se trataba siempre, por tanto, de excitaciones sexuales y de reacciones contra ellas .
Ahora bien, al principio, Freud consideraba que la mente neurótica había sido trastocada desde fuera. La psique había sido infectada por las seducciones infantiles, que permanecerían dormidas hasta la pubertad, dando lugar a neurosis. En 1897, sin embargo, Freud pasó a pensar que los relatos de sus pacientes acerca de seducciones precoces no eran ciertos, sino producto de la fantasía. El germen de la patología provenía del interior. Así que la inocencia de la niñez era una ilusión: poderosas fuerzas sexuales actuaban para provocar el conflicto . Lo importante no es el mundo y las otras personas, sino lo que el paciente fantasee sobre ellos: para la neurosis, la realidad psíquica es más importante que la material; cada uno crea su propio mundo con el material de la experiencia, pero de acuerdo con los patrones dictados por una sexualidad estructurante y ubicua . Tras la caída del supuesto anterior del ‘trauma sexual infantil’, tomaba su lugar una sexualidad arquetípicamente infantil .
La tensión se genera, por tanto, dentro del organismo, pues las fuerzas que mueven el aparato psíquico nacen en los órganos corporales como expresión de las grandes necesidades físicas. Desde el punto de vista inverso, puede decirse que los instintos son tensiones corporales con representaciones psíquicas: “bajo el concepto de ‘instinto’ no comprendemos primero más que la representación psíquica de una fuente de excitación, continuamente corriente o intrasomática, a diferencia del ‘estímulo’ producido por excitaciones aisladas procedentes del exterior” . El deseo consciente o inconsciente y sus derivados, así como el placer que buscan, son, si cabe decirlo así, reverberaciones psíquicas de movimientos corporales generados por la tensión del órgano, su fuente, y buscan la descarga . Esta, fin del instinto, tiene lugar siempre en forma de satisfacción. Tal función de descarga presenta siempre un carácter perentorio: todo instinto es una fracción de actividad, y representa una exigencia de trabajo para la vida psíquica .
El objeto del instinto es aquel en el cual o por medio del cual puede el instinto alcanzar su satisfacción. Es lo más variable del instinto; no se halla enlazado a él originariamente, sino que se le subordina, a consecuencia de su ajuste al logro de la satisfacción. Lo de menos, por tanto, es el objeto, que se define en función del fin y resulta máximamente variable. En cierto sentido, la noción misma de objeto pierde significación autónoma, pasando a ser posibilitación del fin del instinto, esto es: ocasión de la satisfacción, que sólo puede ser alcanzada por la supresión del estado de excitación de la fuente del instinto. Pero aun cuando el fin último de todo instinto sea invariable, puede haber diversos caminos que conduzcan a él, de manera que para cada instinto pueden existir diferentes fines próximos, susceptibles de ser combinados o sustituidos entre sí.
Cabe entonces preguntarse si el significado que Freud da a “objeto” es asimilable al que usamos normalmente en la contraposición “sujeto-objeto”. Parece que no. Véase, para ilustrar esta afirmación, el siguiente texto sobre la orientación del instinto hacia la propia persona, ejemplificada en el par sadismo-masoquismo: “la orientación contra la propia persona queda aclarada en cuanto reflexionamos que el masoquismo no es sino un sadismo dirigido contra el propio yo y que la exhibición entraña la contemplación del propio cuerpo. La observación analítica demuestra de un modo indubitable que el masoquista comparte el gozo activo de la agresión a su propia persona y el exhibicionista el resultante de la desnudez de su propio cuerpo. Así, pues, lo esencial del proceso es el cambio de objeto, con permanencia del mismo fin” . Como se ve, el lugar desde donde se mira es el instinto, no el sujeto, que se halla sometido al “imperio del fin”: Freud habla de “objeto narcisista” para referirse al yo cuando a él se dirige, por ejemplo, el deseo de mirar.
De hecho, la libido se relaciona en primer término con el yo. Es más: como acabamos de ver, pasa por una época en la que carece de toda relación con el exterior, y llena el propio yo, tomándolo como objeto. “Este estado podía denominarse ‘narcisismo’, y no era difícil adivinar que en realidad subsiste siempre, y que el yo continúa siendo a través de toda la vida el gran depósito de libido, del cual emanan las cargas de objeto, y al cual puede retornar la libido desde dichos objetos. Así, pues, la libido narcisista se transforma continuamente en libido objetiva, y viceversa”. Tomar un objeto es salir del narcisismo; abandonar un objeto, regresar a la inicial condición “autista”, mantenida en organizaciones posteriores, aparentemente centradas en el objeto: “la libido del yo o libido narcisista aparece como una gran presa, de la cual parten las corrientes del revestimiento del objeto y a la cual retornan. El revestimiento del yo por la libido narcisista se nos muestra como el estado original, que aparece en la primera infancia y es encubierto por las posteriores emanaciones de la libido, pero que en realidad permanece siempre latente detrás de las mismas” . El narcisismo es, para la pulsión, punto de partida y de llegada .
Ahora resulta que el yo puede “estar a ambos lados” del instinto, pasar de sujeto a objeto en virtud de las investiduras libidinales: para “emanciparse de la significación del síntoma ‘conciencia’” , Freud está instaurando el punto de vista del instinto, que pasa a ser aquello de lo que se predican las cualidades, al fundar la distinción fenomenológica —ahora secundaria— sujeto-objeto. El instinto sexual, una fuerza innombrable que está un paso por detrás del yo, es el sujeto real. Y por eso mismo, el instinto sexual es un extraño para el hombre.
Los impulsos sexuales contienen la mayor parte de la energía y de los principios estructurantes necesarios para el desarrollo anímico: “nuestra mente, ese precioso instrumento que nos permite imponernos en la existencia, no es, en efecto, una unidad pacíficamente encerrada en sí misma, sino que puede compararse más bien a un Estado moderno, en el cual una masa ávida de goce y de destrucción debe ser sofrenada por la fuerza de una sabia y prudente clase superior”. Pero esa clase privilegiada es el pueblo promocionado, porque “cuanto ocurre en nuestra vida mental y cuanto halla expresión en nuestros pensamientos son derivados y representantes de los multiformes instintos dados en nuestra constitución somática” . Los distintos registros de la experiencia humana son traducciones de tensiones corporales, de las interacciones, fusiones, cruces y choques entre ellas. El impulso instintivo demanda satisfacción, la constitución de situaciones en que puedan apaciguarse las necesidades somáticas. Estas oscilaciones entre tensión y descarga, estas idas y venidas entre displacer y placer, regulan, como vimos, el aparato anímico, ya directamente, ya a través del principio de realidad . Tales instintos llenarían lo inconsciente, y le dotarían de energía. También lo consciente recibiría de ellos energía, a través del inconsciente.
Los instintos son, por tanto, la trama fundamental de la vida psíquica, y en la arqueología de su desarrollo encuentra explicación la personalidad adulta, como hace ver tras tratar de las perversiones: “(...) por nuestra parte, creemos posible decidir la cuestión con la hipótesis de que en las perversiones existe, desde luego, algo congénito, pero algo que es congénito en todos los hombres, constituyendo una disposición general de intensidad variable (...). Diremos, además, que la constitución supuesta que muestra las semillas de todas las perversiones no puede ser revelada más que en los niños, aunque en ellos no aparezcan todos estos instintos más que en una modesta intensidad. De esta manera llegamos a la fórmula de que los neuróticos conservan su sexualidad en estado infantil o han retrocedido hasta él. Por tanto, nuestro interés se dirigirá hacia la vida sexual de los niños, y perseguiremos en ellos el funcionamiento de las influencias que rigen el proceso evolutivo de la sexualidad infantil hasta su desembocadura en la perversión, en la neurosis o en la vida sexual normal” .
Siguiendo con sus particulares excavaciones, Freud profundiza en las que son, para él, fuentes originarias de la sexualidad. La explicación está en el comienzo, en los estratos más profundos: el niño pasa por varias organizaciones sexuales, diferenciadas por el cambio de preeminencia en los centros de satisfacción sexual; y con dichos relevos, como veremos, muta también la estructuración general de la personalidad.
FASES DE LA SEXUALIDAD.
La libido, escribe Freud, “atraviesa una serie de fases sucesivas entre las cuales no existe semejanza alguna: su desarrollo se repite varias veces, por lo que resulta análogo al que se extiende desde la crisálida a la mariposa. El punto máximo de este desarrollo se halla constituido por la subordinación de todas las tendencias sexuales parciales bajo la primacía de los órganos genitales: esto es, por la sumisión de la sexualidad a la función procreadora”. La madurez de la sexualidad consistiría en la integración consistente de sus distintas dimensiones. El punto de partida es la total incoherencia, pues la vida sexual está “compuesta de un gran número de tendencias parciales que ejercen su actividad independientemente unas de otras en busca del placer local procurado por los órganos” . Las tendencias sexuales constituyen, desde el principio al fin de su desarrollo, un medio de adquisición de placer, función que cumplen desde la infancia sin la menor discontinuidad .
El niño no vive la edad de la inocencia, pues la más temprana infancia asiste ya, según Freud, a ciertos signos de actividad corporal innegablemente sexuales, y que aparecen vinculados con fenómenos psíquicos que más tarde se encontrarán en los adultos, como la fijación a ciertos objetos, los celos, etc. Lo que es más: tales fenómenos, surgidos en la primera infancia, forman parte de un proceso evolutivo perfectamente reglado: la función sexual existe desde un principio, se apoya en las demás funciones importantes para la conservación de la vida, y se hace luego independiente, pasando por un largo y complicado desarrollo hasta llegar a constituir lo que conocemos con el nombre de vida sexual normal del adulto. Se manifiesta primero como actividad de toda una serie de componentes instintivos dependientes de zonas somáticas erógenas, componentes que aparecían en parte formando pares antitéticos (sadismo-masoquismo, instinto de contemplación-exhibicionismo), en parte independientemente unos de otros, buscando placer y encontrándolo por lo general en el propio cuerpo. De este modo, la función sexual no se halla en principio centrada: es predominantemente autoerótica. Más tarde tienen efecto en ella diversas síntesis, hasta alcanzar su punto culminante hacia el final del quinto año, para caer luego en un periodo de latencia, producido por la represión a las tendencias, hasta entonces muy intensas. En su transcurso quedan edificadas las formaciones reactivas de la moral, el pudor y la repugnancia, mediante las cuales se desecharán o dedicarán a otros fines determinados factores instintivos, que resultaban inútiles para la procreaCión. El proceso se detiene entonces, gran parte de lo aprendido se pierde y la actividad sufre una especie de involución. Con la pubertad quedan reanimadas las tendencias y las cargas de objeto de las épocas tempranas. En la vida sexual de la pubertad luchan entre sí los impulsos de la primera fase y las inhibiciones del periodo de latencia .
Fase oral
El primer órgano que se manifiesta como zona erógena es, desde el nacimiento, la boca. Toda la actividad psíquica se concentra primero en esta zona. Y si bien aparece asociada a la función nutritiva, la satisfacción llega a ser independiente de ella, y engendra placer en la necesidad de chupetear, tanto porque ello le es más cómodo al niño como porque de este modo se hace independiente del mundo exterior, que no le es posible dominar aún, y crea, además, una segunda zona erógena, si bien de menos valor. Así, el objeto de una de estas actividades es también objeto de la otra, y el fin sexual consiste en la asimilación del objeto, modelo de aquello que desempeñará un importantísimo papel psíquico como identificación. Durante esta primera fase, y desde la aparición de los primeros dientes, se manifiestan ciertas pulsiones sádicas. De esta primera relación sexual queda un resto que prepara la elección del objeto: “el niño aprende a amar a las personas que satisfacen sus necesidades y le auxilian en su carencia de adaptación a la vida. Y aprende a amarlas conforme al modelo y como una continuación de sus relaciones de lactancia con la madre o la nodriza” . El hallazgo de objeto constituye una relación según el modelo de la primitiva con el pecho de la madre: “el hallazgo de objeto no es realmente más que un retorno al pasado” .
Fase sádico-anal
La segunda fase pregenital es la de la organización sádico-anal, caracterizada por la satisfacción en las agresiones y en las funciones excretoras. El sadismo se revela sobre todo en la tendencia a la destrucción (golpear, rasgar, moverse con ruido). El niño reacciona cada vez más ante sus insatisfacciones y, en particular, ante la privación de las atenciones maternales y la imposición de la limpieza, poniéndose a menudo celoso de un hermano menor. Cada vez se manifiesta más la cólera rabiosa o el desafío obstinado cuando se le obliga a ser limpio. En esta etapa padece, con rabia, antes de ceder al rigor educativo En ella la antítesis que se extiende a través de toda la vida sexual está ya desarrollada; pero no puede ser aún denominada masculina y femenina, sino simplemente activa (que degenera en crueldad) y pasiva (asociada al ano). La actividad está representada por el instinto de aprehensión, y como órgano con fin sexual pasivo aparece principalmente la mucosa intestinal erógena. Para ambas tendencias existen objetos, pero no coincidentes. Al mismo tiempo actúan autoeróticamente otros instintos parciales. En esta fase aparecen en cierta medida la polaridad sexual y el objeto exterior.
Fase fálica
La fase tercera, fálica, precede al estado final de la vida sexual. Se manifiesta la oposición masculino-femenino, hasta entonces reducida a la oposición activo-pasiva. De entre todas las etapas de la libido, Freud concedía la máxima significación, de cara al ulterior desarrollo sexual, a esta fase, en la que la sexualidad infantil precoz llega a su máximo y se aproxima a la declinación: con ella se producía la ruptura en la satisfacción preponderantemente autoerótica de la primera infancia, del mismo modo que la elección narcisista del objeto cedía ante un amor objetal, ante la vinculación con personas del mundo exterior; en primer lugar, con los padres: se pasa de la elección autoerótica al “enamoramiento de la madre” y el desarrollo de actitudes hostiles hacia el padre, considerado como un rival. Esta es también, mutatis mutandis, la actitud de la niña.
El sujeto narcisista de las dos primeras fases es el mundo. Freud describe el narcisismo primario como un estado autárquico, de omnipotencia, en el que el sujeto representa para sí todo lo bueno, todo lo placentero. Pero al crecer y ya no considerarse tal, para conservar la perfección infantil, produce la idea de un ser perfecto, adecuado a las expectativas que sus padres han forjado respecto a él, y vuelca sobre él toda la perfección que antes le correspondía a sí mismo, identificándose con ese “yo ideal”. Freud comienza a vislumbrar la amplitud y relevancia de tal proceso en el ensayo “La aflicción y la melancolía” : la identificación es resultado de una pérdida de objeto, como se pone de manifiesto en la diferencia entre aflicción y melancolía. En el caso del segundo estado de ánimo, la pérdida de un ser querido no provoca un proceso conducente a abandonar el apego al desaparecido, sino una agresividad mantenida contra sí mismo del melancólico. Este comportamiento no nos desconcertará al tomar conciencia de que tal comportamiento punitivo no está dirigido al paciente, sino al ser amado perdido, vivo ahora con una presencia interna. De alguna, el yo del melancólico sufre una modificación, consistente en la reconstrucción interna del objeto en el yo. Pues bien: Freud toma este fenómeno como paradigma de la introyección de los modelos ideales, del superyó .
Consiste este en el resultado de una suma de identificaciones del joven individuo con su padres y educadores, una especie de regresión oral: el niño concentra primero su libido en la madre y, simultáneamente, se identifica con el padre. Esta coexistencia de dos actitudes diferentes existe hasta que los deseos sexuales hacia su madre sufren un refuerzo y el niño se da cuenta de que el padre constituye un obstáculo para su realización: de ahí el nacimiento del complejo de Edipo.
La identificación con el padre reviste entonces un carácter hostil que engendra el deseo de eliminar al padre y reemplazarlo junto a la madre, de quien quiere el hijo ser amante. Entonces comienza a masturbarse, acompañando tal práctica con imaginaciones relativas a una actividad sexual cualquiera con respecto a su madre. La madre comprende que la excitación sexual del niño está dirigida a su propia persona, y en algún momento se le ocurrirá que no sería correcto dejarla en libertad. Prohibirle la masturbación no es suficiente. Entonces sufre la amenaza imaginaria de la castración por parte del padre, renovada y precisada por el descubrimiento de la ausencia del pene en la niña, lo que provocará el mayor trauma de su vida . A partir de esta amenaza, y por su causa, se instala el periodo de latencia.
La niña, claro está, no puede temer perder el pene, pero debe reaccionar al hecho de que no lo tiene. Desde el principio envidia al varón por el órgano que posee, y puede decirse que toda su evolución se desarrolla bajo el signo de la envidia fálica, pues le hace odiar a su madre por haberla traído imperfecta al mundo, y le hace acercarse al padre, para disponer de su pene. Como se ve, la relación entre el complejo de Edipo (y Electra) y la castración no es igual en los dos sexos: en el caso del hombre, la amenaza de castración acaba con el complejo de Edipo; en la mujer, al contrario.
En el momento de la destrucción del complejo de Edipo, el niño se ve obligado a renunciar a tomar a la madre como un objeto libidinal. Se dan dos posibilidades: o una identificación con la madre, o, lo que es normal, un refuerzo de la identificación con el padre . En cualquier caso, dice Freud, “podemos admitir como resultado de la fase sexual dominada por el complejo de Edipo la presencia en el yo de un residuo consistente en el establecimiento de estas dos identificaciones enlazadas entre sí. Esta modificación del yo conserva su significación especial y se opone al contenido restante del yo en calidad de ideal del yo o superyo” .
Pero este superyo no nace como mero residuo de las primeras identificaciones, sino que, por así decirlo, adquiere dinamicidad y comienza a desempeñar, a la vez, un papel incitador y otro represor. Como el ello, el superyó representa el influjo del pasado, con la diferencia de que este es el sustrato de la herencia, mientras que el superyó está formado por la experiencia.
Durante el periodo de latencia, total o parcial, se constituyen los poderes anímicos que luego se oponen al instinto sexual y lo canalizan, marcándole su curso a manera de diques. Estos diques son en gran medida obra de la educación, pero, en realidad, esta evolución se halla orgánicamente condicionada y fijada por la herencia y puede producirse sin auxilio alguno por parte de la educación: los impulsos sexuales de estos años infantiles serían inaprovechables, puesto que la función reproductora no habría aparecido todavía, circunstancia que constituye el carácter esencial del periodo de latencia. Pero, además, tales impulsos habrían de ser perversos de por sí, partiendo de zonas erógenas e implicando tendencias que, dada la orientación del desarrollo del individuo, sólo podrían provocar sensaciones displacientes. Harán, pues, surgir fuerzas psíquicas contrarias que erigirán para la supresión de tales sensaciones displacientes los diques psíquicos: repugnancia, pudor, moral y dolor . La educación, por tanto, se mantendrá dentro de sus límites, constriñéndose a seguir las huellas de lo orgánicamente preformado, imprimirlo más profundamente y depurarlo.
Como vemos, tales diques se construirían a costa de los mismos impulsos sexuales infantiles, que no dejarían de afluir durante este periodo de latencia, pero cuya energía es desviada en todo o en parte de la utilización sexual y orientada hacia otros fines.
Fase genital
La última fase es la genital, que se instala en la pubertad, tras la latencia. La mayor parte de las tendencias se integran en la función sexual para constituir los actos accesorios y sobre todo preparatorios, destinados a preparar el placer preliminar a la unión genésica. Se puede decir que la vida sexual infantil se acerca a su definitiva constitución normal. El instinto sexual, tras el trauma provocado por la amenaza de castración, encuentra por fin objeto. Ahora aparece un nuevo fin sexual, a cuya consecución tienden de consuno todos los instintos parciales, al paso que las zonas erógenas se subordinan a la primacía de la zona genital. Dado que el nuevo fin sexual determina funciones diferentes para cada uno de los dos sexos, las evoluciones generales respectivas divergirán considerablemente. La del hombre es la más consecuente y la más asequible a nuestro conocimiento, mientras que en la de la mujer aparece una especie de regresión . La normalidad de la vida sexual se produce por la confluencia de las dos corrientes dirigidas sobre el objeto sexual y el fin sexual, la de ternura y la de sensualidad: la primera de ellas acoge en sí los impulsos, reprimidos y atenuados, provenientes de la primera elección (incestuosa) de objeto; la segunda contiene los propios de la pubertad. La llegada a la normalidad sexual podría compararse a la perforación de un túnel comenzada por ambos extremos simultáneamente .
El nuevo fin sexual, consistente, en el hombre, en la descarga de los productos sexuales, no es totalmente distinto del antiguo, que se proponía tan sólo la consecución del placer, pues precisamente a este acto final del proceso sexual se enlaza un máximo placer. El instinto sexual se pone ahora al servicio de la función reproductora; puede decirse que se hace altruista. La evolución seguida ha consistido, primero, en renunciar al autoerotismo, esto es, en reemplazar el objeto que forma parte del cuerpo mismo del individuo por otro, ajeno y exterior; y, segundo, unificar los diferentes objetos de las distintas tendencias y reemplazarlos por un solo y único objeto. La sexualidad normal es un producto de algo que existió antes que ella, y a expensas de lo cual hubo de formarse, eliminando como inaprovechables algunos de sus componentes y conservando otros para subordinarlos a la procreación .
Sería erróneo pensar que estas fases se sustituyen unas a otras: se superponen, coexisten todas. Por ello se conservan muchas investiduras de objeto correspondientes a fases anteriores; otras se incorporan a la función sexual como actos preparatorios y coadyuvantes, cuya satisfacción procura placer preliminar a la unión; otras tendencias son excluidas de la organización, reprimiéndolas o empleándolas de otra forma. Estas nuevas síntesis y conexiones destinadas a formar un complicado mecanismo, traen consigo el peligro de perturbaciones morbosas por defectuosa constitución de estos nuevos órdenes : en ocasiones, una o más de las tendencias parciales de la libido se estancan en alguno de los estados que caracterizan las fases precoces de la evolución, debilitando la integración general. Esto facilita que, al encontrar dificultades en su ejercicio, elementos que no habían sufrido tal fijación, emprendan una marcha retrógrada y vuelvan a fases anteriores . Se producen entonces desviaciones del fin o del objeto normal. Estas son las perversiones. En ellas (sadomasoquismo, exhibicionismo, onanismo, fetichismo, etc.), se establece la organización genital pero privada de todas las fracciones de la libido que permanecen fijadas a los objetos y fines infantiles o pregenitales. De ahí un debilitamiento de la sexualidad que tiende a conducir a las investiduras pasadas, es decir, a regresar a las fases infantiles. El pervertido es un adulto que se ha hecho niño .
UN CRITERIO HUIDIZO
La sexualidad que presentaba Freud chocaba con la concepción que de ella tenía es sentido común de su tiempo: para este, la sexualidad consiste esencialmente en el impulso de poner los órganos genitales propios en contacto con los de una persona de sexo opuesto. Este deseo de unión estaría acompañado por el beso, la contemplación y la caricia manual como manifestaciones accesorias y como actos preparatorios. Dicho impulso aparecería con la pubertad y serviría a la procreación, siendo equivalente a funciones como la respiración, la excreción, etc. . Como se ve, la circunscripción definida por estas coordenadas dejaría fuera los hechos enumerados al final del epígrafe anterior, que demandan explicación: el deseo de personas del mismo sexo (homosexualidad); la tendencia a sustituir la unión genital por otras actividades (perversión); y el interés precoz que algunos niños muestran por los propios genitales y por los signos de excitación en los mismos.
El psicoanálisis habría tenido que llevar a cabo una ampliación del concepto de sexualidad, concretada en dos aspectos: “En primer lugar, hemos desligado la sexualidad de sus relaciones, demasiado estrechas, con los genitales, describiéndola como una función somática más comprensiva que tiende, ante todo, hacia el placer, y sólo secundariamente entra al servicio de la reproducción. Pero, además, hemos incluido entre los impulsos sexuales todos aquellos simplemente cariñosos o amistosos para los cuales empleamos en el lenguaje corriente la palabra ‘amor’, que tantos y tan diversos sentidos encierra. (...) El hecho de desligar a la sexualidad de los órganos genitales presenta la ventaja de permitirnos considerar la actividad sexual de los niños y de los perversos desde el mismo punto de vista que la de los adultos normales” . Las perversiones constituirían una manifestación de instintos sexuales parciales que se han sustraído a la primacía del órgano genital y aspiran definitivamente al placer, como en las épocas primitivas del desarrollo de la libido, aún no sometida a la procreación. “La segunda de las indicadas ampliaciones del concepto de la sexualidad queda justificada por aquella investigación psicoanalítica que nos demuestra que todos los sentimientos cariñosos fueron originariamente tendencias totalmente sexuales, coartadas después en su fin o sublimadas. En esta posibilidad de influir sobre los instintos sexuales reposa también la de utilizarlos para funciones culturales diversas, a las cuales aportan una importantísima ayuda” .
El instinto sexual, por tanto, resultaría mucho más abarcante de lo que le concedía el sentido común del XIX : hay más fenómenos que deben considerarse sexuales y, por otra parte, las tendencias que ya antes se consideraban tales, constituyen, si bien transformadas, la base tanto de afectos como de procesos socioculturales ajenos, en principio, a lo sexual. De aceptarse, las hipótesis freudianas provocarían un vuelco cognoscitivo y moral considerable; por eso mismo tal reorganización debería reposar sobre una justificación sólida y convincente. Freud cree encontrarla indagando en la infancia, donde, según él, se mostrarían los rasgos esenciales del instinto sexual, descubriendo su desarrollo y su composición de elementos procedentes de diversas fuentes . Ha de quedar claro, sin embargo, que la búsqueda del instinto sexual en su pureza originiaria es algo más que la recogida de muestras aquí y allá: puesto que Freud está intentando hacer obsoleta una definición —supuestamente, demasiado estrecha—, la dificultad consistirá en la propuesta de un nuevo criterio definidor de “lo sexual” que nos permita reconocer los casos que caen bajo el concepto, ampliado, “sexualidad”.
El campo de búsqueda es la infancia, supuestamente escenario de las primeras manifestaciones de vida sexual. Con fines heurísticos, Freud propone una caracterización tentativa: que un niño tenga vida sexual significa que cuenta con “excitaciones sexuales, necesidades sexuales y una especie de satisfacción sexual” . Esta declaración abre una tarea esencialmente interpretativa, especialmente en lo relativo a la sexualidad del niño de pecho. Tales interpretaciones se conseguirían sometiendo, en la investigación analítica, los síntomas del sujeto a un análisis regresivo: el principal interés infantil del sujeto recae sobre la absorción de alimentos, función a la que iría ligada la actividad sexual, para después segregarse. Teniendo esto en cuenta, cualquiera habría de ver con claridad que la expresión de euforia del bebé dormido sobre el seno de su madre después de haber mamado, es idéntica a la del adulto después del orgasmo sexual: “viendo a un niño que ha saciado su apetito y que se retira del pecho de la madre con las mejillas enrojecidas y una bienaventurada sonrisa, para caer en seguida en un profundo sueño, hemos de reconocer en este cuadro el modelo y la expresión de la satisfacción sexual que el sujeto conocerá más tarde” .
Freud reconoce que esta similitud no bastaría para sacar conclusión alguna. Ahora bien, el niño se halla siempre dispuesto a reanudar tal actividad, no por estímulo del hambre, sino por el acto mismo que la absorción trae consigo. “Averiguamos así —escribe Freud— que el niño de pecho realiza actos que no sirven sino para procurarle placer y creemos que ha comenzado a experimentar este placer con ocasión de la absorción de alimentos, pero que después ha aprendido a separarlo de dicha condición. Esta sensación de placer la localizamos en la zona buco-labial, y deCignamos esta zona con el nombre de zona erógena, considerando el placer procurado por el acto de chupar como un placer sexual” . Ya habíamos visto que el instinto sexual consiste en un medio para proporcionarse placer. Ahora bien: esto no implica necesariamente que todo placer sea sexual : ¿cómo distinguimos la búsqueda de placer, supuestamente sexual, por parte del niño de las que no lo son, si es que las hay?
Freud se plantea explícitamente esta dificultad, y la resuelve, en primer término, descartando la relación a la procreación y a la actividad genital como criterios conducentes a la identificación de las actividades sexuales . Nos encontramos en terreno sin hollar. Sólo cabe la indicación, ahora por referencia al placer mismo: “no cabe duda que los estímulos productores de placer están ligados a condiciones especiales que no conocemos. El carácter rítmico debe de jugar entre ellas un importante papel. Menos decidida aún está la cuestión de si se puede considerar como ‘específico’ el carácter de la sensación de placer que la excitación hace surgir. En esta ‘especificidad’ estaría contenido el factor sexual” .
Este es precisamente el problema: saber si todos los placeres procurados por los órganos deben ser calificados de sexuales, o si existe al lado del placer sexual, un placer de una naturaleza diferente. Pero “sabemos aún muy poco sobre el placer procurado por los órganos y sobre sus condiciones, y no es nada sorprendente que nuestro análisis regresivo llegue en último término a factores todavía indefinibles” . Por eso, “convencidos de que nada os queda que podáis conservar como característico de aquello que llamáis sexual, os hallaréis obligados a seguir mi ejemplo y a extender dicha denominación a aquellas actividades de la primera infancia, encaminadas a la consecución del placer local que determinados órganos pueden procurar” . Parece no haber un criterio específico del placer que nos permita negarle carácter sexual. Pero esto no basta. Se hace necesario encontrar una justificación positiva, una razón indicadora de lo propiamente sexual, que haga algo más que excluir lo que no le pertenece. El problema resulta irresoluble en términos de placer, porque este sólo puede definirse por referencia al acto de la que es producto. Para definir un placer como sexual tenemos que saber que acompaña a una actividad sexual.
Busquemos desde otro punto de vista: según Freud, los instintos se definen por referencia a sus fuentes y a sus fines. Parece que el recurso a las fuentes resulta insuficiente, pues casi cualquier parte del cuerpo es susceptible de convertirse en zona erógena. “Así, pues, la cualidad del estímulo influye más en la producción del placer que el carácter de la parte del cuerpo correspondiente”, si bien, al encontrar una zona “predeterminada” (genitales, pezón, entre otros), pasará a conferirle su preferencia . El problema se ha trasladado del plano del placer al del estímulo: la misma perplejidad en un lugar diferente.
Los fines tampoco ayudan, a pesar de la rotundidad de algunas afirmaciones de Freud: “aquello que, a pesar de la extrema singularidad de su objeto y fin, da a la actividad perversa un carácter incontestablemente sexual es la circunstancia de que el acto de la satisfacción perversa comporta casi siempre un orgasmo completo y una emisión de esperma” . El criterio de lo sexual se encontraría en la fisiología: todo aquello aconpañado de estos dos fenómenos podría ser etiquetado sin resquemores como sexual. Ahora bien, no parece haber coherencia entre esta declaración y la siguiente definición de libido en Psicología de las masas: “la energía —considerada como magnitud cuantitativa variable, aunque por ahora no mensurable— de los instintos relacionados con todo aquello susceptible de ser comprendido bajo el concepto de amor”. El arquetipo del amor es el acto sexual, pero el amor del individuo a sí mismo, el amor paterno y el filial, la amistad y el amor a la Humanidad en general: “constituyen la expresión de los mismos movimientos instintivos que impulsan a los sexos a la unión sexual; pero que en circunstancias distintas son desviados de este fin sexual o detenidos en la consecución del mismo, aunque conservando de su esencia lo bastante para mantener reconocible su identidad (abnegación, tendencia a la aproximación)” . La libido sería algo parecido al amor del que habla Sócrates en el Banquete: una fuerza que nos empuja a la unión. Y entonces, ¿cómo cabe decir que estas tendencias sublimadas —por ejemplo, las creadoras que llevan a Leonardo a crear—, son sexuales, si su fin no son el orgasmo y la eyaculación? ¿Qué las caracteriza como sexuales? La abnegación y la tendencia a la unión delimitan un campo demasiado amplio. La definición en términos de ellas no distinguiría suficientemente de otros ámbitos. Habíamos abandonado ya la búsqueda de un criterio relativo al placer; y ahora parece que tampoco podemos hacernos con uno independiente de él: topamos con desconocimientos que la exfoliación psicoanalítica no ha podido llevar a cabo. Parece que debemos resignarnos a indicaciones más o menos enfáticas de una sexualidad que se impone por lo rotundo de su autoafirmación .
Sólo tenemos un modo de ligar las tendencias sexuales de las que habla Freud: su función de descarga de tensiones, que cumplen satisfactoriamente, en parte, por una extraordinaria plasticidad. En efecto, “pueden reemplazarse recíprocamente, y una sola puede asumir la intensidad de las demás, resultando de este modo que cuando la realidad rehúsa la satisfacción de una de ellas existe una posible compensación en la satisfacción de otra”. Precisamente en eso consisten los instintos, en medios de apaciguar las tensiones somáticas. La psique hidráulica del Proyecto sigue vigente. Las tendencias sexuales pueden compararse “a una red de canales comunicantes”, por los que circula el fluido de acuerdo con las diferencias de presión.
Esta tesis, sin embargo, choca con la declarada subordinación genital de los instintos parciales, lo que resulta difícil de conjugar, dada la diferencia esencial —no de grado— postulada por Freud entre el placer preliminar y el eyaculatorio . Con todo, Freud continúa escribiendo que “tanto las tendencias parciales de la sexualidad como el instinto sexual resultante de su síntesis poseen una gran facilidad para variar de objeto, cambiando uno de difícil acceso por otro más asequible, propiedad que constituye una fuente de resistencia a la acción patógena de una privación”. Los únicos datos relevantes son los cambios de presión en una energía indiferenciada y desplazable en sí, capaz de agregarse a representaciones diversas, intensificando su carga y produciendo así procesos de satisfacción sustitutoria . “Podemos, pues, concluir sin dificultad que esta libido desplazable labora al servicio del principio del placer para evitar los estancamientos y facilitar las descargas. Reconocemos, además, que en esta labor es el hecho mismo de la descarga lo principal, siendo indiferente el camino por el cual es llevada a cabo” .
El esquema es similar al kantiano de la percepción: el mundo exterior (el objeto) es ocasión para que se despliegue la dinámica cognoscitiva (instintiva). Freud forma junto a Rilke al pensar que el acento ha de ponerse en el proceso afectivo, no en el objeto. El texto siguiente lo muestra con claridad, casi podría decirse que con crudeza: después de hablar de la inversión sexual, advierte Freud de que “(...) nos habíamos representado como excesívamente íntima la conexión del instinto sexual con el objeto sexual. La experiencia adquirida en la observación de aquellos casos que consideramos anormales nos enseña que entre el instinto sexual y el objeto sexual existe una soldadura cuya percepción se nos puede escapar en la vida sexual normal, en la cual el instinto parece traer consigo su objeto. Se nos indica así la necesidad de disociar hasta cierto punto en nuestras reflexiones el instinto y el objeto. Probablemente, el instinto sexual es un principio independiente de su objeto, y no debe su origen a las excitaciones emanadas de los atractivos del mismo” (las cursivas son añadidas). La sexualidad manifiesta una fuerza impersonal, estructurante de la experiencia humana según categorías invariables y rígidas. El hombre no habla, sino que es hablado por el ello, por el lugar fuera del tiempo en que bullen deseos indestructibles . Tras las idas y venidas de la doctrina freudiana, lo que parece permanecer es una psique que no está lejos esencialmente del Proyecto y de sus definiciones económicas: la actividad humana ha de relatarse en términos de investiduras y desinvestiduras, sin referencia al sujeto fenomenológico, pero sí a los requerimientos de la pulsión.
En la función sexual comparece netamente la vertebración real de lo psíquico, los dinamismos entre los que se ventila la existencia . El carácter, los modos de entrar en relación, de construir la cultura y la sociedad, apoyados en lo sexual, son producto casi mecánico de necesidades orgánicas.
Epílogo. De amor y muerte.
Los instintos son la memoria evolutiva de la especie y los verdaderos sujetos de la historia: “la colaboración y el antagonismo del Eros con el instinto de muerte constituyen para nosotros la imagen de la vida” ; y esta consiste en un resbalar hacia el origen, hacia un estado anterior a ella misma. El instinto, esa especie de elasticidad de lo animado, aspira a reconstituir una situación que existió ya una vez, y fue suprimida por una perturbación exterior . El instinto de muerte es la voz con que ese estado inorgánico primigenio llamaría a la vida para que se resolviera en él. Vivimos con la cara vuelta hacia atrás: que el fin de la vida fuera un estado no alcanzado anteriormente, estaría en contradicción con la esencia instintual, dice Freud. Pero entonces no se entiende cómo puede aparecer un instinto cuya propiedad sea introducir tensión. De hecho, “¿qué importante suceso de la evolución de la sustancia viva es repetido por la procreación sexual o por su antecendente, la copulación de dos protozoarios?”. Contra lo que dijeron los poetas, no hay razones para reconocer que la sustancia viva fue alguna vez una unidad, destruida más tarde, que tendiera ahora a su nueva unión.
El instinto que incluye todo lo relativo al amor, aunque, innegablemente, reproduzca estados primitivos anteriores, labora en contra de los de muerte: estos intentan hacer volver lo orgánico a lo inorgánico; aquellos, por su parte, a consecuencia del enlace de los organismos unicelulares con seres vivos policelulares, neutralizan los instintos de muerte de las células aisladas y derivan los impulsos destructores, representantes de los instintos de muerte, hacia el exterior por mediación del sistema muscular. La sexualidad es la que introduce perturbaciones (tensiones) en el camino de la muerte.
En la función sexual se entretejen muerte y vida. Freud reconoció desde un principio en el instinto sexual un componente sádico, que, en calidad de perversión, podría dominarlo por completo: “la sexualidad de la mayor parte de los hombres muestra una mezcla de agresión, de tendencia a dominar, cuya significación biológica estará quizá en la necesidad de vencer la resistencia del objeto sexual de un modo distinto a por los actos de cortejo” . Lo sexual se sirve del instinto de muerte para sus fines, y este debe esforzarse para luchar contra él: el ello (se supone que a instancias del instinto de muerte) emplea el principio del placer como brújula para luchar contra las pulsiones sexuales . Ha de rebajarse la tensión: “satisfaciendo las tendencias directamente sexuales y luego, más ampliamente, desembarazándose en una de tales satisfacciones, en la cual se reúnen todas las exigencias parciales de las sustancias sexuales que integran, por decirlo así, hasta la saturación, las tensiones eróticas. La expulsión de las materias sexuales en el acto sexual corresponde en cierto modo a la separación del soma y el plasma germinativo. De aquí la analogía del estado siguiente a la completa satisfacción sexual con la muerte, y en los animales inferiores, la de la muerte con el acto de reproducción” .
Pero no se pasa de la analogía: la sexualidad no deja de aportar tensión a la psique. Para perplejidad de Freud, la sexualidad hace comparecer algo que no está dado en las condiciones iniciales, y que convierte en inestable un sistema que retorna a su origen.

NOTAS
“Ambos desarrollos [del Yo y de la sexualidad] no son, en el fondo, sino legado y repeticiones abreviadas de la trayectoria evolutiva que la Humanidad entera ha recorrido a partir de sus orígenes y a través de un largo espacio del tiempo”. S Freud, Introducción al psicoanálisis, Alianza, Madrid, 1988, 371.
Con “mecánica” me refiero a una concepción según la cual lo posterior es explicado exhaustiva y solamente por lo anterior. No es posible que lo más fundamental sea posterior en el tiempo. Con todo, Freud argumenta a veces en términos teleológicos: “El fin sexual del instinto infantil consiste en hacer surgir la satisfacción por el estímulo apropiado de una zona erógena elegida de una u otra manera. Esta satisfacción tiene que haber sido experimentada anteriormente para dejar una necesidad de repetirla, y no debe sorprendernos hallar que la naturaleza ha encontrado medio seguro de no dejar entregado al azar el hallazgo de tal satisfacción” (S. Freud, Tres ensayos sobre teoría sexual, Alianza, Madrid, 1993 , 50). A la costumbre freudiana de establecer cadenas secuenciales que expliquen los fenómenos de la pubertad y la madurez desde la niñez, Mitchell replica con agudeza: “(...) otra manera de explicar por qué es fácil reconstruir la llamada cadena de causalidad e imposible predecirla, es que no existe tal cadena. Acaso las dificultades posteriores de la vida no son productos causales directos de las carencias y los problemas tempranos, sino una combinación del impacto de la experiencia temprana y las reacciones a las tensiones y los conflictos posteriores. Desde esta perspectiva, la predicción es imposible porque no operan causas y efectos sencillos; la reconstrucción es posible porque una buena reconstrucción siempre puede encontrar las primeras versiones de los fenómenos posteriores y atribuirles significados causales”. S. A. Mitchell, Conceptos relacionales en psicoanálisis. Una integración, Siglo XXI Editores, Madrid, 1993, 72.
“La teoría de Darwin, muy en boga entonces [años juveniles], me atraía extraordinariamente porque parecía prometer un gran progreso hacia la comprensión del mundo” (S. Freud, Autobiografía, Alianza Editorial, Madrid, 1990, 11). Como se verá, la admiración no se limitó a esos años.
“Consideraciones de actualidad sobre la vida y la muerte”, en S. Freud, El malestar en la cultura, Alianza, Madrid, 1992, 96-123. La cita corresponde a 107-108.
“El sujeto infantil llega a su completa formación a la edad de cuatro o cinco años, y en adelante se limita a manifestar lo adquirido hasta dicha edad”. S. Freud, Introducción, 372-3.
Desde este punto de vista, el de las relaciones entre lo que el hombre es y lo que hace de sí, Freud es un ilustrado ejemplar. Sobre el concepto ilustrado de naturaleza, cfr. Jorge V. Arregui y Carlos Rodríguez Lluesma, Inventar la sexualidad: sexo, naturaleza y cultura, Rialp, Madrid, 1995.
S. Freud, “Historia del movimiento psicoanalítico”, en S. Freud, Autobiografía, 105. Véase también el siguiente texto: “no todo análisis de hechos psicológicos merece el nombre de psicoanálisis. Este último significa algo más que la descomposición de fenómenos compuestos en otros más simples; consiste en una reducción de un producto psíquico a otros que le han precedido en el tiempo y de los cuales se ha desarrollado” (S. Freud, “Múltiple interés del psicoanálisis”, en Esquema del psicoanálisis y otros escritos de doctrina psicoanalítica, Alianza, Madrid, 1991, 174-201. La cita corresponde a 193).
S. Freud, Introducción, 221. La realización de deseos en que consiste el sueño resulta regresiva en un triple aspecto: es un retorno al material bruto de la imagen (formal); es un retorno a la infancia (temporal); y es un retorno tópico hacia la extremidad perceptiva del aparato psíquico en lugar de una progresión hacia la extremidad motriz (alucinación). Según Freud, ‘las tres clases de regresión vienen a ser una y se conjugan en la mayor parte de los casos, puesto que lo más antiguo en el tiempo es también lo más primitivo desde el punto de vista formal, y está situado, dentro de la tópica psíquica, lo más cerca posible de la extremidad perceptiva. Cfr. P. Ricoeur, Freud: una interpretación de la cultura, Siglo XXI, Madrid, 1983, 385 passim.
S. Freud, Introducción, 174. En esta página y las siguientes se muestra la relevancia que Freud otorgaba a lo sexual en la génesis y en la evolución del lenguaje. Entre el simbolismo y lo sexual hay una íntima relación: la mayor parte de los símbolos son sexuales (cfr. La interpretación de los sueños, 159).
S. Freud, “Múltiple interés”, 191.
Cfr. S. Freud, El malestar en la cultura, Alianza, Madrid, 1990, 41 passim. También, S. Freud, “La moral sexual ‘cultural’”, en Ensayos sobre la vida sexual y la teoría de las neurosis, Alianza, Madrid, 1988, 26. Tal circunstancia, junto a la mayor constancia del instinto sexual en el hombre por la supresión de la periodicidad en la libido, y la facilidad de esta para cambiar de objetos, dota a la labor cultural de grandes magnitudes de energía.
Una sexualidad fuera de control rompería todos los diques y arrasaría la obra de la cultura, rebajándonos al nivel de los pueblos primitivos, que expresan una animalidad bruta, salvaje.
En los trabajos de sus últimos años (Más allá del principio del placer, Psicología de las masas y análisis del ‘yo’ y el ‘yo’ y el ‘ello’) reunió la conservación del individuo y de la especie bajo el concepto de Eros, oponiendo a este el instinto de muerte o de destrucción. Este último, descubierto a propósito de la tendencia de lo vivo a reconstituir estados anteriores, pugnaría por devolver lo orgánico a lo inorgánico de lo que procede. Más allá del principio del placer presenta el supuesto fundamento del instinto en general: de acuerdo con el principio de Fechner, todo sistema cerrado progresa de la inestabilidad a un estado estable. En la función sexual estarían mezclados las dos clases de instintos. Sobre este tema, cfr. S. Freud, “Más allá del principio del placer”, en Psicología de las masas, Alianza, Madrid, 1986 (83-137), 112-8 y 125-31; El yo y el ello, Alianza, Madrid, 1988, 32-4; y “Compendio del psicoanálisis”, en Esquema del psicoanálisis y otros escritos de doctrina psicoanalítica, Alianza, Madrid, 1991 (107-73), 110-4.
Sus comienzos al lado de Breuer y la evolución subsiguiente a las innovaciones propias, hasta la fundación del método psicoanalítico, son relatadas por Freud en Autobiografía, Alianza Editorial, Madrid, 1990, 27-42.
S. Freud, “Historia”, 113-4. Transferencia y resistencia forman la base del método psicoanalítico que no es sino “una tentativa de hacer comprensibles dos hechos —la transferencia y la resistencia—, que surgen de un modo singular e inesperado al intentar referir los síntomas patológicos de un neurótico a sus fuentes en la vida del mismo. Toda investigación que reconozca estos dos hechos y los tome como punto de partida de su labor podrá ser denominada psicoanálisis” (“Historia”, 114).
La dimensión representativa del instinto es una idea o grupo de ideas a las que el instinto confiere cierto montante de energía. Pero, además de la idea, “hay otro elemento, diferente de ella en absoluto, que también representa al instinto y sucumbe a la represión. A este otro elemento de la representación psíquica le damos el nombre de montante de afecto y corresponde al instinto en tanto se ha separado de la idea y encuentra una expresión adecuada a su cantidad en procesos que se hacen perceptibles a la sensación a título de afectos” (S. Freud, “La represión”, en El malestar, 153-64. La cita corresponde a 160).
Dentro de lo insconsciente, Freud distingue entre lo preconsciente, que puede ser llevado sin dificultades a la conciencia, y lo inconsciente propiamente dicho, que habría sido objeto de represión y buscaría descargarse, formando síntomas sustitutivos. Lo que proporciona a Freud la prueba definitiva del inconsciente es el sueño: su actividad de ‘transposición’ y ‘distorsión’ nos obliga a conceder al inconsciente una legalidad propia.
Lo propio del psicoanálisis es precisamente esto: descubrir la legalidad e influencia de lo inconsciente en la vida anímica. “Lo que caracteriza al psicoanálisis como ciencia no es la materia de que trata, sino la técnica que emplea. Sin violentar su naturaleza, puede ser aplicada tanto a la historia de la civilización, a la ciencia de las religiones y a la mitología como a la teoría de las neurosis. Su único fin y su única función consisten en descubrir lo inconsciente en la vida psíquica” (S. Freud, Introducción, 406-7). Y esto con la ventaja, dirá Freud, de que, el método, en realidad, no puede fallar nunca. Cfr. Autobiografía, 57.
Sobre la provisionalidad de sus construcciones teóricas, cfr. Autobiografía, 44-5.
Freud fue abandonando progresivamente el modelo anatómico (neurológico) de las instancias psíquicas que exponemos a continuación en el texto. En sus cartas a Fliess se muestra cómo Freud gesta el convencimiento de que hacía falta postular una energía psíquica, desligada de localizaciones anatómicas rígidas, a fin de explicar los desórdenes causados por la sexualidad.
“Proyecto de una psicología para neurólogos”, recogido en Los orígenes del psicoanálisis, Obras completas, Biblioteca Nueva, Madrid, vol. III, 1968, 585-882. Citadocitado por Ricoeur, 64-5.
Aun después de dar por superado el proyecto, Freud nunca abandonaría el principio de constancia, entendido como autorregulación de un sistema psíquico: el principio de realidad seguirá considerándose como una complicación y un rodeo.
Al estudiar los sueños se descubre en el inconsciente la tendencia a condensar, es decir, a reunir en una estructura los elementos que, en estado de vigilia, permanecerían separados. Otra tendencia es el fácil desplazamiento de las investiduras y de las cargas afectivas de un elemento al otro. De estas dos tendencias, a la condensación y el desplazamiento, se puede concluir que en el ello inconsciente hay una energía móvil, libre, y que el ello tiene por función principal tratar de descargar una cierta cantidad de excitaciones.
S. Freud, Nuevas aportaciones a la interpretación de los sueños, Alianza, Madrid, 1986, 129-30. Cfr. S. A. Mitchell, Conceptos relacionales, 86-7. Esta explicación de Freud tiene como plantilla el modelo del “arco reflejo” de la respuesta a un estímulo. Según este, se responde al estímulo sustrayendo la sustancia estimulada a la influencia del estímulo, alejándola de la esfera de actuación del mismo”. Puesto que, en lo anímico, no hay posibilidad de fugarse, el destino de una pulsión reprimida es buscar un exutorio alternativo.
S. Freud, Tres ensayos. Respecto a la etiología de las neurosis, véase la siguiente cita, de la 361: “Sobre esta etiología no os he dado, hasta ahora, sino un único dato: el de que los hombres enferman de neurosis cuando ven negada la posibilidad de satisfacer su libido, o sea (...) por ‘privación’, siendo los síntomas un sustitutivo de la satisfacción denegada. Naturalmente, no quiere esto decir que toda privación de la satisfacción libidinosa convierta en neurótico al individuo sobre el que recae, sino tan sólo que el factor privación existe en todos los casos de neurosis analizados”. Y en la página 31: “no quiero decir con esto que la energía del instinto sexual proporcione una ayuda a las fuerzas que mantienen los fenómenos patológicos (síntomas). Mi afirmación se refiere únicamente a que esta participación es la única constante y constituye la fuente enérgica más importante de la neurosis, de manera que la vida sexual de dichas personas se exterioriza exclusiva, predominante o parcialmente en estos síntomas, los cuales, como ya hemos indicado en otro lugar, no son sino la expresión de la vida sexual en los enfermos”. En Autobiografía, hablando de la recepción de las ideas psicoanalíticas, se nota el peso que confería al factor sexual: “Acentuando constantemente que no son psicoanalistas ni pertenecen a la escuela ortodoxa, cuyas exageraciones no comparten, sobre todo en lo que respecta al poder absoluto del factor sexual, van apropiándose...” (84).
Cfr. S. Freud, Autobiografía, 45-6 e “Historia”, 116.
Este punto de vista aparece con claridad en La interpretación de los sueños, donde Freud, en vez de partir de excitaciones traumáticas, en su teoría de los sueños partió de arranques de deseo en el fondo psíquico. En el sueño [se encuentra] al niño que sigue viviendo con sus impulsos.
“Ha de tenerse en cuenta que las primeras experiencias infantiles del individuo no son fruto único del azar, sino que corresponden también a las primeras actividades de las disposiciones instintivas constitucionales con que ha venido al mundo” (S. Freud, “Múltiple interés”, 194).
Después de este cambio, la regresión pasa de ontongénica a filogénica: no se vuelve a una situación personal pasada, sino al fondo común de la humanidad.
Compárese esta definición, correspondiente a la edición de 1915, con la de 1905: “la contribución de un órgano que recibe estímulos [... un] órgano cuya excitación confiere a la pulsión carácter sexual”.
La energía psíquica correspondiente a los instintos de carácter sexual, recibe el nombre de libido, y forma, junto al hambre, el par que representa las dos grandes necesidades orgánicas: amor y nutrición. Su producción, aumento, disminución, distribución y desplazamiento deben ofrecernos las posibilidades de explicación de los fenómenos psicosexuales observados. Cfr. S. Freud, Tres ensayos, 70 y 82-3.
La hipótesis más sencilla y próxima sobre la naturaleza de los instintos sería la de que no poseen por sí cualidad alguna, debiendo considerarse tan sólo como cantidades de exigencia de trabajo para la vida psíquica. Lo que diferencia a unos instintos de otros y les da sus cualidades específicas es su relación con sus fuentes somáticas y sus fines. La enumeración de estos términos correspondientes a los instintos, puede encontrarse en las páginas 136-8 de “Los instintos y sus destinos”, en El malestar, 132-53.
Cfr. S. Freud, “Los instintos y sus destinos”, 141-2.
S. Freud, Tres ensayos, 82.
El descubrimiento del narcisismo permitió a Freud atender un campo hasta entonces ignorado: “hasta ese momento sólo habíamos atendido en el proceso de la represión a lo reprimido, pero a partir de él nos fue ya posible llegar al conocimiento de los elementos represores. Sabíamos ya que la represión era efectuada por los instintos de conservación que actuaban en el yo (instintos del ‘yo’), y recaía sobre los instintos libidinosos. Ahora, al conocer los instintos de conservación como de naturaleza libidinosa, esto es, como libido narcisista, vemos que el proceso de la represión se desarrolla dentro de la libido misma. La libido narcisista se opone a la libido objetiva, y el interés de la propia conservación se defiende contra las exigencias del amor objetivo” (S. Freud, Autobiografía, 78. Cfr. S. Freud, Introducción, 434). Fuerzas reprimidas y fuerzas represoras toman su energía de la libido.
Cfr. “El inconsciente”, en El malestar, 165-202. La cita corresponde a 190.
S. Freud, Nuevas aportaciones, 111-2.
Cfr. las páginas 261-2 de S. Freud, “La cuestión del análisis profano”, en Esquema del psicoanálisis y otros escritos de doctrina psicoanalítica, Alianza, Madrid, 244-327.
S. Freud, Tres ensayos, 39.
S. Freud, Introducción.
Cfr. S. Freud, Introducción, 373.
Véanse Tres ensayos, 50-1; Introducción, 343-4; Comprendio del psicoanálisis, Alianza, Madrid, 1991, 116-9.
S. Freud, Tres ensayos, 87.
A pie de página añade Freud que también es posible que la elección del objeto tenga un carácter narcisista, esto es: que se busque el propio yo en los demás. Cfr. Tres ensayos, 87. En cualquier caso, que el objeto definitivo del instinto sexual no sea nunca el primitivo, sino tan sólo un subrogado suyo, puede que explique la inconstancia en la elección de objeto, el “hambre de estímulos”, tan frecuente en la vida sexual de los adultos: cuando el objeto primitivo de un impulso optativo sucumbe a la represión es reemplazado, en muchos casos, por una serie interminable de objetos sustitutivos, ninguno de los cuales satisface por completo. Esta tendencia de la libido a aferrarse a los primeros objetos, entregándose toda la vida a deseos insatisfactorios, fue reconocida por Freud, en primer término, acuñando la expresión “adherencia de la libido”, que no pasa de ser una mera formulación del problema: tal fenómeno no casa con el gobierno del principio del placer (cfr. Tres ensayos, 105-6). Sólo al incluir el instinto de muerte pudo Freud encontrar una explicación suficientemente satisfactoria: se trataba de la tendencia a repetir fases anteriores, derivada del instinto de muerte. Cfr. la página 90 de S. Freud, “Aportaciones a la psicología de la vida erótica”, en Ensayos sobre la vida sexual y la teoría de las neurosis, Madrid: Alianza, 1988.
En El malestar en la cultura, 214-30.
Ricoeur plantea magistralmente los problemas que la doctrina de la identificación plantea a la coherencia total del pensamiento freudiano. Cfr. P. Ricoeur, Freud, 182-96. Véase también S. A. Mitchell, Conceptos relacionales, 60-5.
La amenaza de castración es, por tanto, para Freud, el acontecimiento esencial de la infancia y el origen más seguro de las perturbaciones futuras de la sexualidad. Cfr. S. Freud, Autobiografía, 77. También enumera algunas de las consecuencias de la amenaza de castración en Compendio, 156-7.
Este es el desenlace normal, pero también podría producirse una intensificación de la identificación con la madre (o establecerse dicha identificación), lo que afirmaría el carácter femenino del sujeto. En otros casos se introduce en el yo al objeto abandonado: la niña, por ejemplo, al abandonar al padre como objeto erótico, puede llegar a identificarse con él. Según Freud, existe en el hombre y en la mujer una bisexualidad constitutiva del sujeto infantil, que viene a resolverse, para los intereses analíticos en el par activo-pasivo.
S. Freud, El yo y el ello, 26.
S. Freud, Tres ensayos, 43-5.
La entrada de la niña en la pubertad estaría caracterizada, en vez de por un avance, por una nueva represión, que recae precisamente sobre la sexualidad clitoridiana. Lo que sucumbe a la represión “es un trozo de vida sexual masculina”, es decir: de actividad. “Cuando la transferencia de la excitabilidad erógena desde el clítoris a la entrada de la vagina queda establecida, ha cambiado la mujer la zona directiva de su posterior actividad sexual, mientras que el hombre conserva la suya sin cambio alguno desde la niñez. El cambio de las zonas erógenas directivas (del clítoris a la entrada de la vagina) y el avance represivo de la pubertad están, por tanto, ligadas íntimamente con la esencia de la femineidad” (cfr. S. Freud Tres ensayos, 85-6). En la mujer sería especialmente patente la bisexualidad postulada por Freud, pues la fase propiamente femenina, en que la zona erógena es la vagina, es precedida por otra, dominada por el clítoris (falo femenino). Otra complicación derivaría de la función de este falo en la fasae vaginal. Hay una correlación entre este cambio de sexo y la sustitución de la madre por el padre como objeto sexual (cfr. “Sobre la sexualidad femenina”, en Tres ensayos, 119-40. La cita corresponde a 122-3). Nótese que Freud usa “masculino” y “femenino” de forma peculiar. Por ejemplo: las manifestaciones sexuales autoeróticas y masturbaciones de las niñas, tendrían un absoluto carácter masculino. “La libido es regularmente de naturaleza masculina, aparezca en el hombre o en la mujer e independientemente de su objeto, sea este el hombre o la mujer”. El sentido propiamente analítico no es el sociológico ni el biológico. El único par esencial y utilizable en el psicoanálisis es actividad-pasividad. Por eso habla de una libido “masculina”, pues el instinto es siempre activo, aun en aquellos casos en que se propone un fin pasivo. Tales precisiones parecen ser, para Freud, fundamentales: “Desde que llegamos al conocimiento de la teoría de la bisexualidad, consideramos este factor como el que aquí ha de darnos la pauta, y opinamos que sin tener en cuenta la bisexualidad no podrá llegarse a la inteligencia de las manifestaciones sexuales observables en el hombre y en la mujer” (cfr. S. Freud, Tres ensayos, 85).
Cfr. S. Freud, Tres ensayos, 72-3. El amor consiste en la relación con el objeto una vez que se ha “desomatizado” el deseo: “Hablamos, sobre todo, de amor cuando las tendencias psíquicas del deseo sexual pasan a ocupar el primer plano, mientras que las exigencias corporales o sexuales, que forman la base de este instinto, se hallan reprimidas o momentáneamente olvidadas” (Introducción, 346).
Cfr. S. Freud, Introducción, 338.
Cfr. S. Freud, Tres ensayos, 73. A juicio de Freud, todas las perturbaciones morbosas de la vida sexual pueden considerarse justificadamente como inhibición del desarrollo.
Cfr. S. Freud, Introducción, 357.
“La diferencia entre la sexualidad perversa y la infantil es que en aquella se produce el monopolio de una tendencia parcial, mientras que esta está fragmentada. “Desde este punto de vista no existe entre la sexualidad normal y la perversa otra diferencia que la de las tendencias parciales, respectivamente dominantes, diferencia que trae consigo la de los fines sexuales. Puede decirse que tanto en una como en otra existe una tiranía bien organizada, siendo únicamente distinto el partido que la ejerce. Por el contrario, la sexualidad infantil, considerada en conjunto, no presenta ni centralización [perversa] ni organización [normal], pues todas las tendencias parciales gozan de iguales derechos y cada una busca el goce por su propia cuenta. Tanto la falta como la existencia de una centralización se hallan en perfecto acuerdo en el hecho de ser las dos sexualidades, la perversa y la normal, derivaciones de la infantil”. En el caso de que hubiera una pluralidad de tendencias independientes, sería mejor hablar de infantilismo sexual” (S. Freud, Introducción, 338-9).
Cfr. S. Freud, Compendio, 191.
S. Freud, Autobiografía, 51.
Ibid, 53.
Cfr. S. Freud, Tres ensayos, 41-3, donde declara que, aparte razones convencionales, la negligencia de la sexualidad infantil se debe a la amnesia que abarca los primeros siete u ocho años de vida. A juicio de Freud, esta peculiar amnesia sería condición de posibilidad de la histérica.
Cfr. S. Freud, Tres ensayos, 40.
S. Freud, Introducción, 326.
S. Freud, Tres ensayos, 47.
Cfr. S. Freud, Introducción, 327-8. Las huellas psíquicas del chupeteo “persisten luego durante toda la vida. Constituye, en efecto, el punto de partida de toda la vida sexual y el ideal, jamás alcanzado, de toda satisfacción sexual ulterior, ideal al que la imaginación aspira en momentos de gran necesidad y privación. De este modo forma el seno materno el primer objeto del instinto sexual y posee, como tal, una enorme importancia, que actúa sobre toda ulterior elección de objetos y ejerce en todas sus transformaciones y sustituciones una considerable influencia, incluso en los dominios más remotos de nuestra vida psíquica” (Ibid. 329-30). Quizás no se trate tanto de mamar cuanto del fenómeno más general de la incorporación a sí del otro.
A pesar del carácter interpretativo de esta doctrina, Freud parece no tener duda al respecto “Pero me he de permitir indicaros que es necesaria muy mala voluntad para no ver los hechos de que acabo de hablaros o darles una distinta explicación” (S. Freud, Introducción, 331-2).
“No debéis olvidar que por el momento no disponemos de una característica generalmente aceptada que nos permita afirmar la naturaleza sexual de un proceso” (S. Freud, Introducción, 336). De todas formas, algunas páginas más adelante presenta algunas razones para considerar sexual el comportamiento del niño de pecho: si calificamos de sexuales las dudosas e indefinibles actividades infantiles encaminadas a la consecución de placer, es porque el análisis de los síntomas nos ha conducido hasta ella a través de materiales de naturaleza incontestablemente sexual. Ahora bien, reconoce Freud, el carácter sexual de tales materiales proporcionados por el análisis no implica que las actividades infantiles de referencia sean igualmente sexuales. En efecto; pero, dado el claro carácter sexual de tales actividades en los adultos, ¿podremos decir que no es tal en los niños? (Cfr. Ibid., 341). Freud parece dejar fuera de antemano la posibilidad de que lo sexual, al igual, por ejemplo, que lo intelectual o lo afectivo requiera un proceso de maduración o aprendizaje.
S. Freud, Tres ensayos, 49.
S. Freud, Introducción, 341.
Cfr. S. Freud, Introducción, 340.
“Otra hipótesis interina de la teoría del instinto, a la cual no nos podemos sustraer, es la de que de los órganos del cuerpo emanan excitaciones de dos clases, fundadas en diferencias de naturaleza química. Una de estas clases de excitación la designamos como la específicamente sexual, y el órgano correspondiente como zona ‘erógena’ del instinto parcial de ella emanado”. Según Freud, los experimentos de cambio de sexo a animales superiores asignan al tejido intersticial de las células específicamente sexuales: “Debemos, pues, creer que en la parte intersticial de las glándulas seminales se producen materias químicas especiales, que son acogidas por la corriente sanguínea, produciendo la carga de tensión sexual de determinadas partes del sistema nervioso central” (cfr S. Freud, Tres ensayos, 35-6 y 81-4). Sin embargo, aunque, por su origen particular, habría de tener una naturaleza cualitativamente distinta de la energía correspondiente a los procesos nutritivos, el análisis de las perversiones y psiconeurosis hizo pensar a Freud que la excitación sexual no era producida únicamente por los órganos llamados sexuales, sino por todos los del cuerpo. De hecho, es posible que nada importante suceda en el organismo que no contribuya con sus componentes a la excitación del instinto sexual.
S. Freud, Introducción, 337.
S. Freud, Psicología de las masas, Alianza, Madrid, 1986, 29-30.
S. Freud, Introducción, 341-2.
El carácter de tensión de la excitación sexual plantea un problema, si se quiere mantener que una sensación de tensión tiene que ser de carácter displaciente. Si se cuenta la tensión de la excitación sexual entre las sensaciones displacientes, se tropieza en seguida con que dicha tensión es sentida como unn placer. ¿Cómo podemos conciliar la tensión displaciente con la sensación de placer? El problema estaría en cómo el placer experimentado hace surgir la necesidad de un placer mayor. La solución que Freud da a este problema parece ir más alá de sus recursos conceptuales declarados, al distinguir entre dos clases de placeres: el producido en las zonas erógenas (placer preliminar) y el producido en la eyaculación (placer final o satisfactorio de la actividad sexual). El segundo es “el de mayor intensidad y se diferencia de los demás en su mecanismo, siendo producido totalmente por una exoneración y constituyendo un placer de satisfacción, con el cual se extingue temporalmente la tensión de la libido. Hay, por tanto, una diferencia esencial entre el placer producido en las zonas erógenas (placer preliminar) y el producido en la eyaculación (placer final o satisfactorio de la actividad sexual). El placer preliminar es el mismo que ya hubieron de provocar, aunque en menor escala, los instintos sexuales infantiles. El placer final es nuevo y, por tanto, se halla ligado a condiciones que no han aparecido hasta la pubertad. La fórmula para la nueva función de las zonas erógenas sería la siguiente: son utilizadas para hacer posible la aparición de mayor placer de satisfacción por medio del placer preliminar que producen y que se iguala al que producían en la vida infantil”.
Cfr. S. Freud, Introducción, 361.
Cfr. S. Freud, El yo y el ello, 36-7. No se trata, piensa Freud, de algo nuevo. Lo s griegos ya habrían pensado así, con más razón que nosotros, los modernos: “la máxima diferencia entre la vida erótica del mundo antiguo y la nuestra está, quizá, en que para los antiguos lo importante era el instinto mismo y no, como para nosotros, el objeto. Glorificaban el instinto y creían que ennoblecían al objeto, por deleznable que fuese. En cambio, nosotros despreciamos la actividad sexual en sí y la disculpamos por los méritos del objeto” (S. Freud, Tres ensayos, 145, nota 12).
S. Freud, Tres ensayos, 17.
Como se ve, la concepción freudiana de la sexualidad es muy similar a la que Schopenhauer tenía de la voluntad.
Esto se cumple en todos los planos de análisis: “la conducta sexual de una persona constituye el ‘prototipo’ de todas sus demás reacciones” (S. Freud, “La moral sexual ‘cultural’”, 38).
Cfr. S. Freud, Autobiografía, 79.
Cfr. S. Freud, “Más allá del principio del placer”, especialmente 112-8.
Cfr. S. Freud, Tres ensayos, 26. Cfr. también S. Freud, “Compendio”, 150-1.
S. Freud, “Más allá del principio del placer”, 83-137.
S. Freud, El yo y el ello, 38-9.
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Del mismo autor junto con Jorge Vicente Arregui: Inventar la sexualidad.

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