viernes, 30 de julio de 2010

Patologías criminales (10): Thierry Paulin -El Monstruo de Montmartre

El 5 de octubre de 1984 dos hombres atacaron a una anciana de 91 años robándole todos sus ahorros tras atarla, amordazarla y golpearla. Cuando la encontraron, su estado de nervios era tal que fue incapaz de proporcionar una descripción de los agresores.

Ese mismo día otra anciana de 83 años era atacada en un distrito vecino, pero la mujer no contó con tanta suerte como la anterior, pues la atacaron golpeándola fuertemente y la asfixiaron posteriormente con una almohada robándole la pequeña cantidad de 200 francos. El cadáver fue encontrado atado con la cuerda de una cortina.

Cuatro semanas más tarde fue hallada otra mujer, esta vez de 89 años, asfixiada con una bolsa de plástico y a la que le faltaban unos 500 francos y un reloj valorado en 300 francos.

A partir de ahí los crímenes se volvieron más violentos y de una crueldad extrema. La siguiente víctima fue una maestra jubilada de 71 años, quien tras ser amordazada y maniatada con un cable, fue golpeada con tal fuerza que tenía la nariz y la mandíbula rotas. Habían utilizado una bufanda para estrangularla. La autopsia revelaría posteriormente que la mayoría de los huesos de la parte derecha del cuerpo se hallaban destrozados. El asesino se llevó unos 10,000 francos.

Dos días después se encontró un nuevo cadáver. Una mujer, de 84 años, había recibido varios golpes en el rostro, luego le dieron una mortal paliza y la torturaron hasta la muerte. Tenía la boca y la garganta abrasadas por ácido; la habían obligado a ingerir sosa cáustica, quizá para que confesara dónde guardaba el dinero. Se calcula que el botín fue de unos 500 francos. Así continuaron los crímenes en días sucesivos hasta alcanzar la terrible cantidad de ocho mujeres brutalmente golpeadas y asesinadas en tan sólo cinco semanas.

La policía apenas podía realizar la inspección ocular del lugar de un crimen cuando ya se le notificaba de otro caso. El robo de dinero parecía ser el único móvil de aquellos crímenes brutales, pero las cantidades eran tan ridículas que la policía pronto desechó la idea. Cuando la policía parisina intentó trazar un perfil del asesino de ancianas le resultó muy complicado, pues aquellos crímenes no encajaban en ningún modelo conocido. El asesino no tenía móvil sexual, pero sí era desconcertante el sadismo y la brutalidad demostrados en los crímenes.

Los investigadores dedujeron en seguida que se trataba de una persona sin empleo fijo, debido a las horas en que se cometieron los asesinatos, y que ésta tenía una buena presencia física o que era una persona "encantadora" a primera vista, pues nunca se hallaron cerraduras forzadas ni puertas golpeadas. Por las heridas de las víctimas, también pensaron que se trataba de alguien joven y robusto, pero todo eso no era suficiente para atrapar con rapidez al asesino reincidente.

Los asesinatos de las ancianas se convirtieron en el tema de conversación principal de todo París y provocaron las protestas y manifestaciones de la población en contra de los delitos violentos. Poco a poco el pánico comenzó a extenderse por la ciudad y se tomaron medidas de emergencia, como un espectacular despliegue de policías procedentes de varios departamentos en las zonas que el asesino acostumbraba frecuentar, teléfonos de socorro por si alguien veía algo extraño, asesoramiento destinado a las personas mayores, etc.

En el verano de 1986, dos años después de su comienzo, el asesino había acabado con la vida de dieciséis ancianas, hasta que pasó un período sin que se cometiese ningún crimen de ese tipo en la zona. Los agentes no podían llegar a sospechar siquiera que el asesino en serie tan temido se encontraba por aquel entonces entre rejas detenido por venta de cocaína. Ese hombre se llamaba Thierry Paulin. Thierry Paulin nació el 28 de noviembre de 1963 en la isla caribeña de La Martinica, y al poco tiempo de su nacimiento su padre abandona la familia. Su madre, de 17 años, lo envió con su abuela quien dirigía un restaurante y no tenía tiempo para atender a su nieto; pasó los primeros años de su vida desprovisto de todo afecto familiar, convirtiéndose en un muchacho difícil y violento.

Unos años después su madre se casa con otro hombre y tiene tres hijos con él, pero el hombre pronto se cansa del carácter de Thierry y lo envía a Francia con su verdadero padre, lejos de la familia. Pero éste también estaba casado y con dos hijos, por lo que tuvo que aprender a integrarse en una nueva familia, sin tan siquiera conocer a ese señor que decía ser su padre.

A los 18 años, cuando se encontraba haciendo el servicio militar, entró en un supermercado y después de amenazar a la propietaria con un cuchillo de carnicero huyó con todo el dinero de la caja. La mujer logró identificarlo, Thierry fue detenido y pasó una semana en la cárcel.

Al acabar el servicio militar, Thierry se instaló en París, integrándose rápidamente a la comunidad de homosexuales y consiguió un empleo en un club nocturno especializado en shows travestis. Allí conoció a su primer compañero sentimental Jean Mathurin.

En ese local Thierry hacía a veces actuaciones travestis, e incluso invitó a su madre a ver el espectáculo; quien impresionada de ver a su hijo con ropas de mujer se retiró antes de que acabase, rechazando así su homosexualidad. Mientras tanto, Thierry y su novio decidieron irse a vivir juntos y se instalaron en un hotel. En aquella época la pareja vivía con todos los lujos posibles, comían en restaurantes lujosos y se dejaban ver en todas las fiestas y clubes de moda. Pero el dinero se les acabó pronto y la buena vida con él, entonces comenzaron las crisis de pareja, las escenas de celos y las discusiones.

Se vieron obligados a buscar un alojamiento más barato ya que tenían muchas deudas, así que Thierry se vio forzado a cometer pequeñas estafas, a traficar con drogas y a robar tarjetas de crédito para buscarse la vida y pagar sus numerosas deudas acumuladas.

En París vivía de noche en clubes donde a nadie le extrañaba su comportamiento, y allí podía asesinar una y otra vez sin despertar la curiosidad de nadie.

Su predilección por las mujeres mayores nunca fue explicada. Tal vez su niñez estuvo poblada de ancianas que no cesaban de juzgarlo y corregirlo, y quiso liberar a París de aquellas odiosas mujeres.

Su constante preocupación era llamar la atención de los demás, estar siempre rodeado de gente e invitarlos a sus fiestas, lo que le proporcionaba gran cantidad de amigos de conveniencia ganados a base de comprarlos con alcohol y cocaína. De hecho, una vez en la cárcel, Thierry se dedicaba a recortar las notas de prensa que hablaban de él. Siempre narcisista, su aspecto físico continuó siendo su gran obsesión.

Antes de ser encarcelado se le habían tomado unas muestras de sus huellas dactilares, pero por aquel entonces los sistemas informáticos de que disponía la policía eran bastante limitados, por tal motivo eran los mismos agentes los que realizaban la dura y larga tarea de comparar todas las huellas digitales. Para empeorar las cosas, Thierry había sido arrestado no en París, sino en otro distrito, y las huellas las habían guardado en otros archivos. Además, el delito por el que había sido inculpado no requería el cotejo en los mismos archivos con las huellas de los inculpados por delitos de agresión u homicidio; por el momento ninguna prueba lo inculpaba, y nadie podía imaginar que ese hombre era el asesino de las dieciséis mujeres. Cuando Thierry obtuvo la libertad tras estar doce meses entre rejas por venta de drogas, reanudó su vida y sus viejas costumbres. Una de ellas, fue la de seguir asesinando; mientras, la policía de París seguía investigando los crímenes.

Pero esta vez los agentes contaban con un as en la manga: la primera víctima de Thierry, la señora de 91 años a la que había atacado para robarle sus ahorros, se había ido recuperando del trauma y tres años después les proporcionó una detallada descripción del agresor.

Inmediatamente se distribuyó su retrato robot (hablado) por todas las comisarías de París y sus alrededores y al poco tiempo Thierry era identificado y detenido.

Tras comprobar que sus huellas correspondían con las tomadas en los lugares de los crímenes, fue interrogado sin interrupción durante cuarenta y tres horas seguidas por la Brigada Criminal, y terminó confesándose autor de más de 20 crímenes.

Lo que dejó atónitos a los policías, era la indiferencia con la que Thierry describía los mismos, absolutamente incapaz de comprender la terrible gravedad de lo que había hecho. Para él, la vida de un ser humano carecía por completo de valor.

Las razones que llevaron a Thierry a cometer aquellos crímenes continúan siendo un misterio, por lo que los psiquiatras tuvieron que hacer un retroceso a su infancia para tratar de ver más claro.

En realidad jamás tuvo un hogar, ni una familia que le quisiese y se preocupase por él. Antes de llegar a la adolescencia ya lo habían custodiado tres personas: su abuela, su madre y luego su padre, pero todos se lo fueron quitando de encima poco a poco, lo que Thierry interpretó como un rechazo. Por otra parte, su inclinación homosexual había despertado un desprecio general en su entorno. Privado de todo cariño, no sentía hacia los mayores ningún respeto. Se negaba a ser como todos los adultos que conocía, pues eran indignos de su confianza y respeto, y continuó siendo un niño reservado, desafiante y violento. La falta de amor le había endurecido hasta el punto de ignorar el sufrimiento, tanto si él era víctima o agresor, no tenía piedad. Lo demuestran sus posteriores declaraciones a la policía: "Yo sólo ataco a los débiles".

Acabó confesando que no siempre actuaba solo y que su amante Jean Mathurin había tomado parte en los primeros crímenes.

Finalmente, en el juicio se le acusó por asesinato y robo con violencia en dieciocho ocasiones. Mientras cumplía condena, el 16 de abril de 1989 fallecía en su celda, enfermo de sida cuando sólo contaba con veintiséis años.


Patologías criminales (9): José María Manuel Pablo de la Cruz Jarabo Pérez Morris

Uno de los crímenes más atroces de la historia española fue, sin duda, el cometido por José María Jarabo. Este individuo acabó con la vida de cuatro personas, una de las cuales era una mujer embarazada. Precisamente, los crímenes de Jarabo fueron los que hicieron que la tirada del periódico El Caso se acercara al medio millón de ejemplares en 1958. Era la primera vez, desde antes de la Guerra Civil, que un medio de comunicación nacional alcanzaba dicha cifra.

Los sonados crímenes de Jarabo salieron a la luz pública el 22 de julio de 1958. El día anterior habían sido descubiertos los cuerpos sin vida de cuatro personas, dos hombres y dos mujeres, muertos por obra de José María Manuel Pablo de la Cruz Jarabo Pérez Morris, de 33 años.

El sábado 19 de julio de 1958 España se recupera de la resaca de patria producida por la coincidencia de los actos de conmemoración del "Glorioso Alzamiento Nacional" y la "Fiesta de Exaltación del Trabajo". Las calles están vacías. El calor es asfixiante. Un joven bien plantado e impecablemente vestido aprovecha la tranquilidad de la mañana para ojear el ABC en una cafetería de Madrid. Las páginas de deportes hablan de un Bahamontes que acaba de ganar el premio de la montaña en el Tour de Francia. Se detiene en esta información para enterarse de que Jacques Goddel, director de la carrera, piensa que "si el corredor de Toledo tuviera tanto cerebro como músculo ya hubiera ganado varias veces la vuelta francesa". También presta atención a las páginas taurinas, que resaltan la presentación en la capital de Curro Romero. Y a las necrológicas, donde destacan las honras fúnebres del ex ministro Cavestany.

El silencioso lector, que se echa al coleto una copa de coñac y pide otra, no es consciente de que está a punto de provocar la saturación de esas mismas páginas cargadas de necrológicas que ahora contempla. Aún no sabe que dentro de muy poco se convertirá en el personaje encargado de enfangar de sangre la posguerra. Ignora que la mano que cierra con un movimiento seco el periódico es la misma que, unas horas después, empuñará la pistola y el cuchillo con que se cometerá uno de los crímenes múltiples más brutales de la historia negra española. No puede imaginar que ese cuádruple asesinato que está a punto de cometer será resuelto por la policía en una de las más rápidas investigaciones jamás realizadas, y que una vuelta de garrote pondrá fin a la amarga recta final de su existencia. El tempranero bebedor se llama José María Manuel Pablo de la Cruz Jarabo Pérez Morris. Nació en Madrid hace 35 años y lleva los últimos ocho entregado al alcohol, las drogas y las mujeres. Sus amigos dicen que sabe vivir y divertirse como nadie. Que es un tipo viril capaz de cautivar a señoras y señoritas, poco le importa la condición de las mismas, basándose en su simpatía y en su carácter cosmopolita (fue educado en buenos colegios de Estados Unidos). Aseguran que es un seductor dotado de una gran planta, una enorme labia y un descomunal miembro. Sus enemigos dicen que sólo es un crápula, un despilfarrador, un vago y un enfermo sexual.

Seguramente todos tienen razón. Jarabo es eso y mucho más. Es un señorito en tiempos de crisis, un dandy que disfruta de un tren de vida muy por encima de sus posibilidades. No tiene trabajo, pero se acostumbra a vivir como un rey con el dinero que su madre le envía puntualmente desde Puerto Rico. Poco a poco van aumentando sus ya cuantiosos gastos, y con los giros mensuales de mamá apenas logra sobrevivir quince días: José María se ve obligado a hipotecar el chalé familiar de la calle madrileña de Arturo Soria y se marcha a vivir a una pensión, a un cuartucho con una cama en la que desplomarse cada mañana después de una noche de parranda. Posteriormente Jarabo reconoció que en las juergas de los últimos dos años bien podía haber dilapidado quince millones de pesetas, una cifra muy elevada si tenemos en cuenta que un flamante Seat 600 costaba en 1958 la friolera de 66.000 pesetas.

Cuando Jarabo salió del bar sintió que el peso de los bolsillos de sus pantalones estaba mal repartido. La cartera, vacía, no ofrecía ninguna consistencia. El forro del lado contrario estaba a punto de ceder ante un objeto que parecía de plomo: una pistola Browning FN del calibre 7,65 de fabricación belga. En ese instante recuerda que tiene muchos problemas.
Su romance con una mujer inglesa casada llamada Beryl Martin Jones había complicado la vida de ambos. Ella había colocado su matrimonio en el disparadero. El había gastado una fortuna en hoteles, cenas y regalos. Asfixiado por la falta de dinero, Jarabo le había pedido a ella un anillo de brillantes que inmediatamente había empeñado para cubrir alguna noche de pasión y lujo. Ahora ella, la única mujer a quien había querido, le reclamaba la joya, alegando que se trataba de un regalo de su marido.

Desde Inglaterra le envió una carta recordándole por enésima vez que debía devolverle la sortija. En esta ocasión adjuntaba una autorización suya como propietaria, que resultaba imprescindible para desempeñarla, y una comprometedora misiva de amor con diversas confesiones íntimas. Para colmo de males, los familiares de Jarabo amenazaban con regresar de Puerto Rico y levantar la tapa de la alcantarilla en que estaba sumergido.

Jarabo se había acercado con la carta en la mano a la tienda de empeños Jusfer, en la calle Alcalde Sainz de Baranda número 19. Como no tenía las cuatro mil pesetas necesarias para recuperar la joya, que en realidad valía mucho más, enseñó la carta y cometió el fallo de dejarla junto a la deseada sortija. Hoy, 19 de julio del 58, se había propuesto recuperar ambas cosas. Son algo más de las nueve de la noche cuando se encamina con paso firme hacia el número 57 de la calle Lope de Rueda. No es la dirección de la tienda donde tiene empeñadas la sortija y la carta. Es la vivienda de uno de los dueños de ese negocio, un tal Emilio Fernández Díez. Jarabo, que cree que la sortija y la carta pueden estar en casa de éste, pulsa el timbre del cuarto exterior con la uña del dedo pulgar "para no dejar huellas de ninguna clase".

Paulina, la criada, abre la puerta a Jarabo sólo cuando este dice que es amigo del dueño de la casa. En el primer descuido la agarra por el cuello y la golpea con una plancha que encuentra en una mesa cercana. Forcejean. Jarabo agarra un cuchillo de la cocina y de un certero golpe en el pecho le parte en dos el corazón. La sangre irrumpe por primera vez en su vida, pero no parece impresionarle demasiado: arrastra el cuerpo inerte a una habitación junto a la cocina y se dispone a esperar a Emilio Fernández Díez, "el verdadero culpable" de sus males.

Pasan unos minutos de la diez cuando el dueño de la casa abre la puerta y llama de una voz a la criada. Nadie le contesta. Una necesidad urgente le hace encaminarse hacia el cuarto de baño. Pasa por delante del escondite de Jarabo que, tal y como tiene previsto, salta sobre su espalda como un leopardo, le inmoviliza sujetándole por la chaqueta y le pone el cañón de la pistola en la nuca. Al dueño de la casa no le da tiempo a saber quién le está apuntando. Suena un disparo y el cuerpo del usurero cae al suelo como un fardo, quedando tendido entre la bañera y el bidé.

Aún no se había recuperado de sus dos primeros crímenes cuando escucha que la puerta se abre de nuevo. No ha tenido tiempo de buscar ni la sortija ni la carta. Y ya ha matado a dos personas. Está muy nervioso. Amparo Alonso, la mujer de Emilio Fernández, acaba de entrar y se dirige al salón, donde un Jarabo que no logra aparentar tranquilidad responde a su cara de sorpresa con un "Buenas noches, soy inspector de Hacienda y estoy investigando a su marido". "Él y la criada están detenidos", continúa, "y mis compañeros se los han llevado a comisaría".

La mujer desconfía, trata de huir y chilla con fuerza. Ésa es su sentencia de muerte. El grito se clava en la espina dorsal de Jarabo, que la golpea y arrastra hasta una habitación. Sólo cuando la doblega hasta tumbarla sobre una cama saca la pistola, la encañona en la nuca y aprieta el gatillo. Amparo estaba embarazada. "La suerte estaba echada", confesó tiempo después Jarabo a la Policía.

Cuando logra relajarse se sienta en un sillón y bebe anís de una botella que encuentra en una mesa. Para confundir a la policía saca varias copas de un armario y mancha algunas con carmín. Tira por el retrete los casquillos. Limpia las posibles huellas. Bebe más anís. Sólo cuando considera que el trabajo está totalmente acabado se tumba en la cama de la única habitación que no está cubierta de sangre. Finalmente se relaja y pasa una noche entre los muertos, durmiendo un sueño incomprensiblemente plácido y profundo. A las nueve de la mañana Jarabo abandona el improvisado panteón sin haber encontrado ni la sortija ni la carta. Para solucionar ese problema se encamina a una nueva cita, en este caso con Félix López Robledo, copropietario de la casa de empeños Jusfer. Pero antes desayuna, se toma unos coñacs, ve un par de películas en el cine Carretas, come en un restaurante chino y se echa una siesta en una pensión de la calle Escosura. Rendido por el esfuerzo de matar se toma el domingo libre y alarga el reparador sueño hasta las seis de la mañana. Dos horas después ya está en marcha. Ha desayunado su copa de brandy y comprobado que la Browning del 7,65 está cargada y en su bolsillo. Todo está en orden. Es la mañana del lunes 21 de julio.

Félix López Robledo siente cómo alguien que le estaba esperando en el portal de su tienda le sujeta por la espalda con una torpe llave de lucha. Es lo último que siente. Jarabo dispara dos tiros en la nuca del prestamista. Después registra sus bolsillos y el local y sale a la calle con las manos vacías y ensangrentadas. Se siente acabado. Ha matado a cuatro personas para nada. Más coñac y algunas drogas: cocaína, morfina... Y demasiados errores.

Aturdido por la matanza, Jarabo deja el traje, empapado en sangre, en una tintorería situada en el número 49 de la calle Orense. Luego se va de copas. Gasta dinero como si el mundo se fuera a terminar esa misma noche y despierta las sospechas de toda la gente que le conoce.

A las doce del mediodía del día siguiente, martes 22 de julio, Jarabo se acerca a la tintorería donde dejó el traje para recogerlo. Cuando llega le está esperando un dispositivo de vigilancia policial especial: el país entero está conmocionado por la noticia y el dueño de la tintorería avisó inmediatamente a la policía nada más ver la ropa. Jarabo se resiste en principio a ser detenido. Lleva un DNI falso, una pulsera y un reloj omega de oro, juegos de llaves de las casas donde cometió los asesinatos y una pistola FN del 7,65 caliente que aún huele a pólvora.

Ya en el despacho del jefe de la Brigada de Investigación Criminal de la Dirección General de Seguridad el sospechoso, muy entero en todo momento, niega los hechos y asegura que hace semanas que no ve a las víctimas. El inspector jefe Sebastián Fernández Rivas y los policías Ramón Monedero Navalón y Pedro Herranz Rosado se encargan de interrogarle. Después de un par de preguntas de trámite le enseñan unas fotos de los cadáveres, y el sospechoso se tambalea y cae desmayado al suelo. Se derrumba. Y confiesa que ha matado por amor, por recuperar una joya y una carta de "la única mujer a la que he logrado querer". Ingresa por segunda vez en prisión: cuentan que ocupó durante algún tiempo la celda de una cárcel de Estados Unidos acusado de dirigir una casa de citas en Puerto Rico.

España entera se estremece con la orgía de sangre. Y con los detalles que rodean al criminal y a las víctimas. Los periódicos publican coleccionables con la historia del crimen, y le dedican portadas y titulares gloriosos. Los psiquiatras dicen que es "un psicópata desalmado". La gente se apelotonaba en las largas colas que se formaban en la calle para poder asistir al histórico juicio de "el último carnicero español". Un año después, el 5 julio de 1959, todos los periódicos publicaban una lacónica noticia en portada: "En las primeras horas de la mañana de ayer, en el patio principal de la Prisión Provincial de Madrid, ha sido ejecutada, con las formalidades exigidas por la ley en estos casos, la sentencia de pena de muerte dictada contra José María Manuel Pablo de la Cruz Jarabo Pérez Morris".

Condenado a cuatro penas de muerte, Jarabo murió con las vértebras del cuello descoyuntadas por la quinta vuelta de tuerca del último garrote vil que se utilizó en España. Está enterrado en el madrileño cementerio de la Almudena.

lunes, 26 de julio de 2010

Patologías criminales (8): Marcel Petiot - El Dr. Muerte

Los psiquiatras que lo examinaron antes del juicio declararon que se trataba de un hombre en su sano juicio. Sin embargo, si nos detenemos a hacer un balance sobre cómo había sido su vida hasta entonces, nos encontramos con claros manifiestos de una mente desequilibrada desde su más tierna infancia.

Nació el 17 de enero de 1897. Su padre murió cuando él tenía tan sólo cinco, su madre murió tres años después, así que el niño fue confiado a los cuidados de varios tíos y tías. Tal vez por esta situación difícil su educación no fue como la de un niño normal ni mucho menos tuvo el afecto que éstos necesitan en esos años tan cruciales de vida.

De pequeño demostró una inteligencia considerable, pero al mismo tiempo revelaba ciertas tendencias sádicas que preocupaban a quienes le rodeaban: desde sumergir las patas de su gato en un cazo de agua hirviendo hasta asfixiar a este mismo animal con sus propias manos, o torturar a otros animales sacándoles los ojos para divertirse mirando como éstos se golpeaban contra las paredes una vez ciegos. Desde muy joven demostró un gran sadismo torturando y asesinando animales como gatos. También tenía la manía de robar todo lo que le pasaba por las manos. A sus compañeros en clase, los medicamentos en el ejército cuando era soldado (para venderlos posteriormente en el mercado negro) e incluso los fondos municipales del alcalde de Villaneuve cuando se presentó a unas elecciones municipales.

Basta con observar su grave afición a la piromanía, su crueldad con los animales, esa ludopatía crónica, además de serios y continuos ataques depresivos, una avanzada paranoia y un crónico estado de melancolía... por no hablar de sus mentiras compulsivas y su actitud de desprecio hacia toda la sociedad o su sangre fría casi carente de sentimientos... sin duda ese carácter nos suena bastante desequilibrado. Sin duda refleja una personalidad muy conocida por todos nosotros: una personalidad psicopática. Curiosamente, y como suele ser habitual en estos casos, todas estas peligrosas facetas de su vida no le impidieron salir adelante en la vida social. Su encanto personal le ayudó a ganar prestigio en el ámbito profesional como médico y en una carrera política que inició como concejal, aunque ese encanto ocultase un carácter carente de escrúpulos.

El 11 de marzo de 1944 la policía acude a casa del doctor Petiot, alertada por los atemorizados vecinos que observaban salir de la chimenea una grasienta humareda negra y un hedor insoportable. La chimenea corría el riesgo de incendiarse, pues ya se veían las llamas sobresaliendo amenazadoras y no tardan en acudir los bomberos, quienes logran entrar en la casa a través del sótano. Allí, descubren sin dar crédito a lo que ven, el espantoso combustible que alimentaba las llamas: un montón de cuerpos desmembrados. Momentos más tarde acude la policía, y el doctor Marcel Petiot les explica con orgullo que aquellos eran "sus" cadáveres, los restos de alemanes y colaboracionistas pro-nazis que habían sido asesinados por la Resistencia francesa y confiados a su custodia para que se deshiciese de ellos. Los agentes aceptan la explicación y lo dejan ir, no sin antes felicitarlo por tener esas dotes de patriotismo.

Petiot, aseguró que era miembro de la Resistencia y que sus víctimas habían sido 63. Al igual que los 27 cadáveres encontrados en el sótano, los agentes dan por hecho que son más soldados alemanes. Pero cuando se constata que aquellas muertes no tenían que ver con la ejecución de colaboradores nazis, Petiot ya había huido en su bicicleta. A partir de ahí se llevó a cabo un minucioso registro de la casa, hallando además de los cadáveres despedazados, casi 150 kilos de tejido corporal calcinado y otros muchos cuerpos descomponiéndose en un pozo del garaje que contenía cal viva. Al cabo de un tiempo de anonimato, Petiot inició una serie de correspondencia con el periódico Resistance, bajo otro nombre, pero sin modificar su letra (lo que ayudaría a su identificación), diciendo que la Gestapo había metido en su casa los cadáveres. Gracias a eso fue de nuevo detenido el 2 de noviembre de 1944.

Su juicio comenzó en el Tribunal del Sena el 15 de marzo de 1945, ahí se descubrió la verdadera faceta del doctor. No era un luchador clandestino por la libertad, sino un criminal totalmente degenerado.

Se le acusaba de 27 asesinatos por las evidencias de su sótano. Su hermano Maurice, quien le proporcionaba la cal, alegó que Petiot la utilizaba contra las cucarachas, pero el enorme volumen de 400 Kg suministrados sirvió para inculparlo de complicidad criminal.

Mientras se hallaba detenido a la espera del juicio, Petiot en todo momento comentaba jocosamente a los guardianes de su prisión "No dejen de acudir a mi juicio, va a ser maravilloso y se va a reír todo el mundo"... y nada más lejos de la realidad, ese juicio fue uno de los más surrealistas y confusos en la historia de Francia. A veces, tanto el acusado como el abogado dormitaban plácidamente en sus asientos, e incluso llegó a haber insultos entre la defensa y el acusado cuando el acusado afirmó que era un defensor de traidores y judíos, a lo que éste furioso le amenaza con partirle la boca en la misma sala. La acusación afirmó que Petiot atraía a ricos judíos a la rue Lesseur con el pretexto que les ayudaría a escapar del acoso de las fuerzas alemanas hacia otros países. Luego, les quitaba la vida por medio de inyecciones letales que les administraba con el pretexto de cumplir con las formalidades sanitarias extranjeras, después los despojaba de todo el dinero y objetos de valor que poseían.

Al final de tres semanas de juicio, el jurado lo declaró culpable de 24 de las 27 acusaciones y en cuanto se dictó el veredicto de culpabilidad se establecieron una serie de indemnizaciones a favor de los familiares de las víctimas.

El 26 de mayo de 1946 el Dr. Muerte fue condenado a la guillotina, pero el asesino, lejos de mostrarse asustado en el momento de su muerte dijo con más ironía que nunca a los testigos de la ejecución: "Caballeros, les ruego que no miren. No va a ser bonito."

jueves, 22 de julio de 2010

Patologías criminales (7): Adolfo de Jesús Constanzo - El Narcosatánico de Matamoros

Desde el rancho Santa Elena, en la ciudad fronteriza de Matamoros, México, Adolfo de Jesús Constanzo y su banda transportaban semanalmente una tonelada de marihuana al país vecino... pero el lugar no era sólo un centro de distribución de drogas. En 1989 fueron acusados de asesinar a más de una docena de personas durante unos rituales de Palo Mayombe, un culto afroamericano.

Los "narcosatánicos" habían convertido el rancho en una verdadera casa de los horrores. El 9 de abril de 1989, la policía mexicana detiene en un rutinario control la camioneta que conducía David Serna Valdez, de veintidós años, a la altura del kilómetro 39 de la carretera de Matamoros a Reynosa en el rancho Santa Elena. En ella se encuentran restos de marihuana y una pistola calibre 38, por lo que el joven conductor es detenido. Tras unas horas de interrogatorio confiesa que pertenecía a una secta de "magia negra" y que utilizaban el rancho para realizar sus sacrificios rituales con seres humanos, además del narcotráfico.

Estas sorprendentes confesiones obligan a la policía a registrar el rancho, hallando allí otros ciento diez kilos de marihuana... y algo macabro: un caldero de hierro de hedor pestilente que contenía sangre seca, un cerebro humano, colillas de cigarros, 40 botellas vacías de aguardiente, machetes, ajos y una tortuga asada. Alrededor de la casa, una fosa común con doce cadáveres descuartizados, a los que les habían extirpado el corazón y el cerebro en algún extraño ritual. Entre ellos se hallaba el cuerpo de Mark Kilroy, un estudiante de medicina desaparecido en marzo de 1989 al que habían amputado las dos piernas y extirpado el cerebro, y con parte de cuya columna vertebral el líder del grupo se había fabricado un alfiler de corbata que le servía de amuleto. Los agentes de la policía judicial detienen a un grupo de personas implicadas, quienes confiesan haber matado a esos individuos por orden del Padrino Adolfo de Jesús Constanzo, de veintisiete años de edad e hijo de un americano y una cubana practicante de la Santería y Palo Mayombe, en cuyas artes mágicas había sido iniciado desde que tenía tres años.

En 1980, Constanzo comienza a vender sus servicios como mayombero en Miami, trasladándose posteriormente a México en donde tiene un gran éxito con sus trabajos de magia negra. Su excelente reputación entre las altas esferas le sería debida a los poderes mágicos que le eran atribuidos, al misterio que continuamente le rodeaba y a su carismática personalidad.

Los rituales de purificación o limpias (ceremonias para limpiar malas energías negativas) y de protección, le proporcionan de ocho mil a cuarenta mil dólares entre sus clientes, la mayoría, importantes personalidades americanas.

Ávido por obtener más poder comienza a efectuar sacrificios en sus rituales, para dar mayor sensacionalismo y espectáculo, siempre ayudado por una joven divorciada que se convertiría en su musa y amante, la estudiante norteamericana de veinticuatro años Sara Villarreal Aldrete. Sara se convierte en gran sacerdotisa del culto y participa activamente en todas las sangrientas ceremonias, además de reclutar a nuevos miembros y explicarles las actividades de la secta.

Adolfo convence a los demás adeptos que serán completamente invulnerables a las balas y que tendrán el poder de hacerse invisibles si siguen al pie de la letra sus instrucciones: confeccionar una ganga o caldero mágico con unos ingredientes especiales, además de secretos, en los ritos de Palo Mayombe, como son la sangre y algunos miembros humanos mutilados, preferentemente cerebros de criminales o locos, a ser posible de hombres de raza blanca, pues supuestamente éstos son más influenciables por el verdugo (para el asesino la tortura a la víctima es un factor muy importante, pues el alma de la víctima debe aprender a temer a su verdugo por toda la eternidad con el fin de hallarse para siempre sujeta a él). El rito termina cuando los participantes beben la sopa del caldero formada con la sangre de la víctima, su cerebro y los demás elementos que completan la siniestra ganga... lo cual les dará todo el poder que los criminales deseen.

Los detenidos revelaron además la existencia de otras sedes del grupo en otras ciudades mexicanas, en las que se descubrieron más delegaciones y sucedieron una serie de aprehensiones.

A partir de ese momento más de trescientos policías participan activamente en la búsqueda de Constanzo y sus seguidores más próximos: Sara Aldrete, Alvaro de León Valdez, Omar Francisco Orea y Martín Quintana, quienes emprenden una huida durante tres semanas por todo México.

Constanzo intenta negociar con las autoridades mexicanas amenazando con revelar todos los nombres de los personajes conocidos que participan en su culto, pero esto pesa poco comparado con la atrocidad de sus crímenes y la policía se muestra intransigente. Dichas negociaciones se mantuvieron en secreto durante mucho tiempo, por lo que más tarde saldría a la luz pública: que numerosos policías habrían estado implicados en la secta. Sintiendo que el fin de sus crímenes estaba cerca, Adolfo y sus cómplices se refugian en una mansión de las más lujosas del Obispado de Monterrey, protegida con un circuito cerrado con seis cámaras que vigilaban el jardín y accesos a la vivienda.

Mientras éstos eran perseguidos, las detenciones en distintas ciudades con narcosatánicos se multiplicaban. Finalmente, el 6 de mayo son descubiertos en el Distrito Federal por algunos agentes de la policía judicial que se hallaban registrando la zona y, sintiéndose acorralados, los cómplices del Padrino comienzan a dispararles desde la ventana de un edificio ubicado en la calle Río Sena de la Ciudad de México. Al momento se presentan varias patrullas de refuerzo que pueden acercarse y llegar hasta el cuarto piso, desde donde disparaban. Dentro se encontraban Constanzo y los demás, quienes habían hecho un pacto de suicidio mutuo si no lograban deshacerse de los policías.

Al ver Constanzo la gran cantidad de agentes que les rodeaban y ganaban terreno a cada paso, desesperado, ordena a su compañero Valdez que le dispare con una ametralladora que le tiende, y Quintana, fiel a su líder decide suicidarse con él. Ambos se meten en un armario ordenando disparar a Valdez. Instantes después son detenidos sólo tres supervivientes, contabilizándose unos quince seguidores fieles de estos sangrientos cultos.

Según las aterradoras declaraciones de Sara a la policía, desde que conoció a Constanzo mantuvo una doble vida comportándose como una chica normal con sus amigos y familia, y como una fría asesina por otro.

Ella misma llegó a torturar a algunas víctimas, entre ellas Gilbert Sosa, un traficante de drogas. Delante de los demás miembros del culto ordenó que se le colgase del cuello, con las manos libres para que pudiese sobrevivir agarrándose a la cuerda. Luego lo sumergió en un barril de agua hirviendo, mientras le arrancaba los pezones con unas tijeras. Confesaría además otros crímenes brutales, como en el que uno de los miembros de la secta mantiene a la víctima con vida después de haberle cortado el pene, las piernas y los dedos de las manos. Le abre el pecho de un machetazo y le agarra el corazón sin desprenderlo, lo muerde a dentelladas mientras el moribundo lo mira agonizante.

Más tarde negaría su participación en los desquiciados rituales, asegurando que el Padrino la retuvo contra su voluntad al haberse descubierto la matanza de Matamoros.

En la actualidad Sara Aldrete Villarreal purga una pena de cincuenta años por homicidio, sin siquiera sabe que su historia ha inspirado la "Perdita Durango" de Alex de la Iglesia, película estrenada en septiembre de 1997.

martes, 20 de julio de 2010

Patologías criminales (6): Robert Garrow, "El Depredador"

Las bellas y pacíficas montañas Adirondack, al norte del Estado de Nueva York, son un lugar inesperado para que se produzca un asesinato múltiple, pero ya se sabe que el crimen puede llegar a todas partes.

Robert Garrow, su esposa Edith, y sus dos hijos, Michelle, de 15 años, y Robert, de 14, vivían en Siracusa. Robert era empleado de la panadería de Millbrook, donde se desempeñaba como maestro mecánico. Lo que no sabían ni su jefe ni sus vecinos era que el buen Robert tenía un oscuro pasado.

En 1961, Robert había sido condenado por violación y asalto en Albany. Estuvo ocho años en la cárcel. Mientras cumplía su condena, Edith le visitaba fielmente en la cárcel y esperaba que fuera puesto en libertad. Sólo Edith sabía de la violenta pesadilla de su marido y de su insaciable necesidad de sexo.

Cuatro años después de haber sido puesto en libertad, el nombre de Robert Garrow apareció en los titulares de la prensa de todo Estados Unidos. Sus crímenes y el dilema que presentaba a su abogado, Frank Armani, serían debatidos a través de todo el mundo de habla inglesa.

El domingo 29 de julio de 1973, Nick Fiorello, Philip Domblewski, David Freeman y su novia, Carol Ann Malinowski, estaban acampando en dos carpas asentadas entre las comunidades de Wells y Speculator en los Adirondacks. Los campings estatales se encontraban llenos la noche anterior, por lo que la gente joven acampó en un pequeño descampado de la ruta 8. Nick y Phil se levantaron temprano y manejaron hasta Wells para conseguir carnada en Maverick. Mientras estaban en el pueblo, Robert Garrow condujo hasta el camping en su Volkswagen del año 1972 y se estacionó fuera de la vista de los demás. Calladamente, subió hasta llegar a una de las carpas y abrió la puerta delantera. Dentro, David y Carol Ann estaban vistiéndose. David Freeman, sorprendido, sólo pudo susurrar: "¿Qué es lo que quiere?". Robert murmuró algo como que necesitaba gasolina. Ordenó a la joven pareja que se vistiera. Sus órdenes fueron persuasivas. Robert llevaba un rifle de caza. Mientras David y Carol Ann abandonaban la carpa, se tranquilizaron al ver a Phil y Nick pasando con su auto por un lado. Phil pidió explicaciones de lo que estaba sucediendo. Robert dijo que necesitaba gasolina. David y Carol Ann, más conscientes del peligro, aseguraron a Phil que sería mejor que cumpliera con el pedido del intruso.

Robert Garrow obligó a sus cautivos a adentrarse en el bosque, en donde sacó un rollo de cuerda. Ató a David y a Nick a un árbol. A Phil y Carol se los llevó más lejos. Pidió a Carol Ann que amarrara a Phil. Después, una aterrada Carol Ann, ahora a solas con Robert, tuvo que caminar unos metros más. Robert la ató a un árbol, diciéndole que tenía que revisar a los otros.

Unos momentos más tarde, Robert apareció enfrente de Phil Domblewski. Phil, de 18 años, quien había sido el más verbal del cuarteto de cautivos, se enfrentó a la ira del loco. Robert, calmada y metódicamente, apuñaló al indefenso joven en el pecho hasta que el cuerpo sin vida se desvaneció contra las cuerdas que le sujetaban al árbol. Carol Ann escuchó los gritos de Phil. Sudando profusamente, sus muñecas se pusieron tan resbaladizas que fue capaz de liberarse de las cuerdas. Silenciosamente, anduvo hacia Phil; llegó justo en el momento en que Robert Garrow recogía su rifle y desaparecía en el bosque.

Nick Fiorello se las arregló para liberarse, corrió hacia su auto y salió en busca de ayuda. David Freeman, recientemente liberado, tuvo la mala fortuna de tropezarse directamente en el camino de Robert Garrow. Robert le dijo a David que Nick se había escapado y le obligó a buscarlo. El intruso y el cautivo anduvieron en amplios círculos por el bosque. Pasó el tiempo. Nick regresó acompañado de varios policías en tres autos. Cuando David escuchó a su amigo, se apartó de Robert, quien salió corriendo hacia el bosque.

La policía pronto encontró a Philip Domblewski, aún atado al árbol. Carol Ann fue encontrada de rodillas, llorando ante el cuerpo de su amigo. Cuando la policía ya lo tenía acorralado, Robert Garrow logró volver a la carretera y se marchó en su propio auto. Rápidamente los tres jóvenes rescatados escogieron la foto de Robert Garrow de entre todas las que les fueron enseñadas por la policía. La captura estaba en marcha. Había cierta urgencia. Sólo nueve días antes, Daniel Porter, de 20 años, había sido encontrado acuchillado hasta la muerte atado a un árbol, a unos 80 kilómetros de distancia de donde se había asesinado a Philip Domblewski. Porter estaba acampando con su novia, Susan Petz, quien aún se encontraba desaparecida. La similitud entre los dos incidentes era increíble.

Once días después del asesinato de Domblewski, Robert Garrow fue arrestado. Había cometido el error de intentar contactar a su hermana en Witherbee. A Robert se le vio en los bosques cercanos a la casa de su hermana. En el tiroteo que le siguió, el oficial Henry Le Blanc derribó a Robert con un rifle de alta potencia. Robert se encontraba seriamente herido en la espalda, brazos y piernas, pero se recuperó lentamente tras ser sometido a una operación con la cual se extrajeron las balas.

Después de ser acusado de asesinato, Robert insistió en ser defendido por el abogado de Siracusa, Frank Armani. Armani había defendido a Robert previamente y era su abogado registrado. Ya que Robert no tenía dinero y expresó su preferencia por Armani, la corte asignó a Armani como su abogado.

Rápidamente, Frank Armani llegó a la conclusión de que su cliente había asesinado a Philip Domblewski y que su defensa basada en la locura sería su única esperanza para cumplir condena en un hospital en vez de en la cárcel.

Al interrogar a su cliente, Armani logró que Robert le confesara que había matado a Daniel Porter y violado y asesinado a Susan Petz. También le reveló que había violado y asesinado a Alicia Hauck. Ninguno de los cuerpos había sido encontrado. Esta información puso al abogado en una situación extremadamente delicada. La confidencialidad entre abogado y cliente es la piedra angular del proceso de defensa. Si Armani revelaba la información recientemente descubierta, rompería esta confidencialidad, una acción que le podría llevar a la exclusión del colegio de abogados.

Inicialmente, Armani tenía que verificar las declaraciones de su cliente. Siguiendo instrucciones de Robert, realmente vio y fotografió el cadáver de Susan Petz, escondido y abandonado en una mina. Un colega, el abogado Francis Belge, encontró e hizo fotos del cuerpo de Alicia Hauck, enterrada en un cementerio.

Frank Armani y Francis Belge, leales a su código de conducta profesional, no dijeron nada sobre sus horribles hallazgos.

Armani se preparó para defender a su cliente del único cargo de asesinato de Philip Domblewski.

Mientras tanto, meses más tarde, en diciembre de 1973, un estudiante de la Universidad de Siracusa se encontró con el cuerpo de Alicia Hauck en el cementerio de Oakwood. Dos semanas más tarde, niños de una escuela vieron el pie de Susan Petz saliendo de los escombros de la mina abandonada. Robert Garrow era un sospechoso importante en ambos asesinatos, así como en el de Daniel Porter.

En mayo de 1974, Robert Garrow fue enjuiciado por el asesinato de Philip Domblewski. Garrow era tan odiado en la zona que se tuvo que poner una policía especial las 24 horas del día protegiéndole del enfurecido público. A su abogado también se le brindó protección policial. Las cartas amenazantes no hacían más que llegar a su residencia.

Desde el banquillo, Robert Garrow admitió el asesinato de Daniel Porter, Susan Petz, Alicia Hauck y Philip Domblewski.

Tras la confesión dramática, el colega de Frank Armani, Francis Belge, reveló que ellos sabían lo de los asesinatos, conocían el lugar exacto donde se encontraban los cadáveres, y habían hecho fotografías de los cuerpos mucho antes de que fueran encontrados. La confidencialidad entre ellos y su cliente les había obligado a guardar silencio. Ahora que Garrow había confesado, se sentían libres de tal obligación.

La noticia de que los dos abogados no habían revelado el lugar donde se encontraban los cuerpos de las víctimas corrieron a través de toda la comunidad legal estadounidense. Llevados por la emoción del momento, sus colegas condenaron a los dos hombres Mientras tanto, el juicio continuaba. A Robert Garrow se le declaró culpable de asesinato y fue sentenciado a 25 años en prisión.

Se presentaron varios cargos contra Frank Armani y Francis Belge, pero fueron absueltos de cualquier mal criminal o profesional por un gran jurado del Condado de Onondaga y por La Asociación Americana de Abogados.

Robert Garrow, confinado a una silla de ruedas por los resultados de sus heridas, fue encarcelado en la prisión Donnemora. Cuatro años más tarde, fue transferido a las instalaciones del correcional de Fishkill. Subrepticiamente, ejercitó sus piernas hasta que en la noche del 8 de septiembre de 1978, se subió desde su silla de ruedas y escaló dos verjas de alambre con pinchos hasta lograr su libertad.

Inmediatamente se llevó a cabo una búsqueda masiva. Tres días más tarde, en algunos bosques afuera de la institución, el funcionario Dominic Arena se encontró cara a cara con el hombre más buscado de Estados Unidos. Garrow apuntó y disparó una pistola que le había pasado, de contrabando, su hijo en la institución. Arena cayó herido. Más tarde se recuperaría. Funcionarios que le acompañaban abrieron fuego y Robert Garrow cayó muerto en el suelo, terminando con su carrera de violaciones y asesinatos.

Patologías criminales (5): Anatoli Onoprienko, "La Bestia de Zhitomir"

El lunes 23 de noviembre de 1998, se iniciaba en la ciudad de Zhitomir (ex Unión Soviética), el juicio de un ucraniano acusado de haber asesinado a 52 personas, ante la celosa mirada de un público enloquecido que reclamaba la cabeza del acusado. Su calma contrastaba con la emoción de todos los presentes en la sala, en su mayoría jóvenes.

Después de confesar en una declaración entregada a la prensa por su abogado antes de la apertura del juicio, que no se arrepentía de ninguno de los crímenes que había cometido, Anatoli Onoprienko respondía dócilmente a las preguntas del juez; reconoció haber asesinado a 42 adultos y 10 niños, entre 1989 y 1996.

La parte acusadora ha pedido la pena de muerte, cuyo mantenimiento apoyan tres de cada cuatro ucranianos, según las encuestas, pero el verdadero problema en este complicado juicio, es impedir que el público linche al acusado. Complicado por su envergadura y duración (más de 400 testigos y por lo menos tres meses de declaraciones por delante), por sus gastos, pero también por la tensión que se respira entre los familiares de las víctimas, obligados a pasar cada día por un arco detector de metales, algo no tan corriente en ese país, mientras el acusado, encerrado en una jaula metálica, está prudentemente separado de la ira del público...

Las autoridades le describen como el asesino más terrible de la historia en Ucrania y de la antigua Unión Soviética, mientras que las familias de las numerosas víctimas lo califican de "animal", "ser monstruoso" y "bestia demoníaca". Los hechos se producían entre octubre de 1995 y marzo de 1996. En aquellos seis meses, la región de Zhitomir vivió aterrorizada por una serie de 43 asesinatos que Onoprienko había ido sembrando. La Nochebuena de 1995 se produjo el ataque a la aislada vivienda de la familia Zaichenko. El padre, la madre y dos niños muertos y la casa incendiada para no dejar huellas fue el precio de un absurdo botín formado por un par de alianzas, un crucifijo de oro con cadena y dos pares de pendientes. Seis días después, la escena se repetía con otra familia de cuatro miembros. Víctimas de Onoprienko aparecieron también durante aquellos seis meses en las regiones de Odesa, Lvov y Dniepropetrovsk.

Estas matanzas incitaron a la segunda investigación delictiva más grande y complicada en la historia ucraniana (la primera había sido la de su compatriota Chikatilo). El gobierno ucraniano envió una buena parte de la Guardia Nacional con la misión de velar por la seguridad de los ciudadanos y, como si el despliegue de una división militar entera para combatir a un solo asesino no fuera bastante, más de 2000 investigadores de las policías federal y local. Los policías empezaron a buscar a un personaje itinerante y elaboraron una lista en la que figuraba un hombre que viajaba frecuentemente por el sudoeste de Ucrania para visitar a su novia.

Con la policía tras su pista, Onoprienko puso tierra de por medio en 1989 y abandonó el país ilegalmente para recorrer Austria, Francia, Grecia y Alemania, en dónde estaría seis meses arrestado por robo y luego sería expulsado. De regreso a Ucrania sumó a los nueve otros 43 asesinatos, y poco después, ante las pruebas encontradas por los agentes en los apartamentos de su novia y su hermano (una pistola robada y 122 objetos pertenecientes a las víctimas), hallaron una razón para arrestarlo. Cuando la policía le pidió los documentos en la puerta de su casa, Onoprienko no les quiso facilitar la tarea, e hizo un esfuerzo vano por conseguir un arma y defenderse. Cuando los policías por fin lo detuvieron, Onoprienko se sentó silenciosamente cruzando los brazos y les dijo sonriendo: "Yo hablaré con un general, pero no con ustedes". Aun así, no le quedó más remedio que confesar sus crímenes y dejar que aquellos le arrestasen.

En su declaración al juez, aparecerían otros nueve cadáveres cosechados a partir de 1989 en compañía de un cómplice, Sergei Rogozin, (quien también comparecería en el juicio).

Anatoli Onoprienko siguió los pasos del legendario Andrei Chikatilo. Ambos mataron al mismo número de víctimas, pero son muy diferentes. Chikatilo, ejecutado en 1994, era un maniaco sexual. Sólo mataba mujeres y niños, cuyos cuerpos violaba y mutilaba. A veces se comía las vísceras. Nada de esto aparece en el expediente de Onoprienko, un ladrón que mataba para robar, con inusitada brutalidad y ligereza, pero sin las escenas del maniaco sexual. Onoprienko supera a Chikatilo por el corto periodo en que realizó su matanza: seis meses frente a doce años.

Cuando ejecutaba a sus víctimas, el asesino seguía un mismo ritual: elegía casas aisladas, mataba a los hombres con un arma de fuego y a las mujeres y a los niños con un cuchillo, un hacha o un martillo. No perdonaba a nadie, después de sus asesinatos cortaba los dedos de sus víctimas para sacarles los anillos, o a veces quemaba las casas. Incluso mató en su cuna a un bebé de tres meses, asfixiándolo con una almohada.

Onoprienko, de 39 años, estatura media, aspecto de deportista, racional, educado, elocuente, dotado de una excelente memoria y desprovisto de piedad. Soltero, padre de un niño, reconoció haber tenido una infancia muy difícil: su madre había muerto cuando él tenía 4 años, y su padre y su hermano mayor lo habían abandonado en un orfanato. De adulto, para ganarse la vida, se había embarcado como marino y había sido bombero en la ciudad de Dneprorudnoye (dónde su ficha laboral le describe como un hombre "duro, pero justo"). Luego había emigrado al extranjero para trabajar de obrero durante ese tiempo, pero confesó que su fuente primaria de ingreso era criminal: los robos y asaltos.

El peritaje médico lo ha calificado como perfectamente cuerdo que puede y debe asumir las consecuencias de sus actos. El mismo se define como un "ladrón" que mataba para robar: "Mataba para eliminar a todos los testigos de mis robos". Por este motivo puede ser condenado a la pena capital por crímenes premeditados con circunstancias agravantes. El presidente ucraniano, Leonid Kuchma, dijo que dará explicaciones al Consejo de Europa para violar en este caso la moratoria de ejecución de la pena de muerte que su país mantiene desde marzo de 1997. Gracias al convenio con el Consejo de Europa, 81 penas de muerte dictadas últimamente en Ucrania no se han ejecutado. La declaración del presidente Kuchma anuncia que se va a hacer una excepción con Onoprienko.

En un momento determinado de la investigación, el acusado afirmó que oía una serie de voces en su cabeza de unos "dioses extraterrestres" que lo habían escogido por considerarlo "de nivel superior" y le habían ordenado llevar a cabo los crímenes. También aseguró que poseía poderes hipnóticos y que podía comunicarse con los animales a través de la telepatía, además de poder detener el corazón con la mente a través de unos ejercicios de yoga.

¿Enfermo mental o maniaco homicida? lo primero podría declararlo imputable, y lo segundo, condenarlo a la pena capital... el juicio, actualmente en curso, parece seriamente complicado. Los psiquiatras, sin embargo, han diagnosticado que el hombre está perfectamente "cuerdo" y la mayoría quiere que pague por los homicidios. El mismo Onoprienko resumía así la filosofía de su carnicería:

"Era muy sencillo, los veía de la misma forma en que una bestia contempla a los corderos".

lunes, 12 de julio de 2010

Lectura psico-antropológica del Quijote

Locura y realidad. Lectura psico-antropológica del Quijote de Jacinto Choza y Juan José Arechederra. En Thémata.

LA SEXUALIDAD EN FREUD - Carlos Rodríguez Lluesma

En bastantes sentidos, Freud tiene como categoría analítica fundamental el tiempo: explicar algo es dar cuenta de su génesis, de las condiciones iniciales en que surge, y que contienen el plan de su desarrollo ulterior. Así, la evolución de la especie y del individuo sólo resultan comprensibles tras haber aclarado las etapas de su desarrollo y cómo los sucesivos estratos han ido sedimentándose unos sobre otros: la ontogénesis repite la filogénesis, lo sucedido a la especie se comprime y repite en el individuo . La “dirección” del explicar debe ser, por ello, siempre lineal y opuesta a la marcha del tiempo. Las etapas posteriores encuentran explicación completa en las anteriores, que ejercen sobre ellas una causalidad mecánica .
Este esquema conceptual, que responde básicamente a la teoría darwiniana de la evolución de las especies, no resulta novedoso presentado de esta manera y referido a lo vivo en general . Pero sí resulta sorprendente la versión que Freud da de esta teoría, al aplicarla a lo anímico individual: en cierto sentido, el tiempo pasado permanece, queda encapsulado en estado latente, pues las fases sucesivas van depositándose unas sobre otras. Podríamos desgranar en dos tesis lo que estamos intentando comunicar: las fases de desarrollo por las que pasa un individuo van quedando en forma similar a cómo se sedimentan las sustancias materiales; y, en segundo lugar, lo estratos más antiguos, ejercen una causalidad exhaustiva sobre los más recientes. Es decir: lo posterior no asume y, por tanto, no transforma, lo anterior, sino que se le superpone. Freud lo dice explícitamente: “en efecto, las evoluciones anímicas integran una peculiaridad que no presenta ningún otro proceso evolutivo. Cuando una aldea se hace ciudad o un niño se hace hombre, la aldea y el niño desaparecen, absorbidos por la ciudad y el hombre. [...] En una evolución anímica sucede cosa distinta. A falta de términos de comparación, nos limitaremos a afirmar que todo estadio evolutivo anterior persiste al lado del posterior surgido de él [...] los pueblos primitivos pueden siempre ser reconstituidos; lo anímico primitivo es absolutamente imperecedero” . Podemos imaginarnos el ser humano como un juego de muñecas rusas, huecas y escalonadas en tamaño, que encajan una dentro de otra, hasta llegar a la más pequeña, la única maciza. Ninguno de los productos psíquicos infantiles ha sucumbido en el adulto. Todos los deseos, impulsos instintivos, modos de reacción y disposiciones del niño subsisten en el adulto, y pueden volver a surgir en las condiciones adecuadas .
Es conveniente no desdibujar los perfiles de la propuesta freudiana, que va más allá de una tesis particular sobre la experiencia: no se está diciendo que la madurez recoja de alguna manera la infancia, la pubertad, etc., sino que el primitivo estado de supuesto infantilismo lógico y afectivo es en todo momento una posibilidad real de configuración anímica, capaz de surgir reventando las cáscaras exteriores. La evolución de la humanidad es susceptible de invertir la marcha y llegar a lo infantil y arcaico, que permanece como fondo en todo sujeto y que constituye el núcleo duro motivador . Por eso, para hacer comprensible cualquier acción, piensa Freud, debe uno remontar la corriente temporal.
La convicción evolucionista fue reforzada por la práctica clínica. Freud comprobó que las asociaciones del enfermo retrocedían desde la escena que de aclarar se trataba a sucesos anteriores, y le forzaban a ocuparse del pasado, cada vez más lejano: “al principio parecía detenerse en la pubertad; pero después, ciertos fracasos y determinadas lagunas en la comprensión del caso atrajeron al análisis hasta los años anteriores a dicho período, inaccesibles hasta entonces a toda clase de investigación. Esta dirección regresiva llegó a constituir un importante carácter del análisis, pues se demostró que el psicoanálisis no conseguía explicar nada actual, sino refiriéndolo a algo pretérito, e incluso que todo suceso patógeno supone otro anterior, que, no siéndolo por sí mismo, presta dicho carácter al suceso ulterior” . Que el patrón explicativo es temporal, resulta obvio. Freud entiende que algo es más fundamental cuando es anterior.
En este sentido, la sexualidad constituye un punto de referencia principal. De alguna manera, lo infantil o arcaico reprimido —el nódulo del inconsciente— se opone al desarrollo psíquico, aprovechando las ocasiones propicias para provocar la regresión: la energía que los restos infantiles reprimidos hayan conservado en la vida anímica será medida de la fuerza con que irrumpan en la conciencia en un momento de debilidad del yo, haciendo a la organización psíquica superior regresar a constelaciones anteriores. En el sueño, contexto favorito de la regresión, el yo muestra su origen relativamente tardío y derivado del ello, por el hecho de que deja transitoriamente en suspenso sus funciones y permite el retorno a etapas anteriores; y lo lleva a cabo rompiendo los ligámenes con el mundo exterior, con los objetos, estableciendo la tendencia a retornar a la vida intrauterina: dormir es una metáfora del flotar en el seno materno. “Lo inconsciente de la vida psíquica no es otra cosa que lo infantil” .
Más allá de lo ontogénico, lo onírico remite a un fondo arcaico común, que no puede proceder de la vida adulta ni de la infancia olvidada del soñante. El simbolismo del sueño conecta con las más viejas leyendas de la humanidad, con los arquetipos vivos aún en lo mítico y en el folklore: no hay necesidad de postular, en el trabajo del sueño, una especial actividad simbolizante del alma; el sueño se sirve de simbolizaciones que ya están preformadas y listas en el pensamiento inconsciente. Según Freud, el simbolismo parece ser “una primitiva forma de expresión, desaparecida, de la que sólo quedan algunos restos diseminados en diferentes sectores y conservados en formas ligeramente modificadas” . La forma expresiva de los sueños retrocede a estados muy pretéritos de nuestro desarrollo intelectual: al lenguaje figurado, a las relaciones simbólicas y quizá a condiciones que existieron antes del desarrollo de nuestro lenguaje abstracto. Este es el estribillo psicoanalítico recurrente: el regreso a etapas primitivas es una amenaza constante a las conquistas de la evolución humana.
Las sociedades “atrasadas” constituyen, por tanto, el ser real de las “evolucionadas”. A juicio de Freud, los pueblos primitivos coetáneos a él serían un vestigio de los primeros días del hombre, un recordatorio de sus antepasados y su marcha hacia la civilización. Como desde una torre, el sujeto ilustrado mira atentamente la barbarie y animalidad anteriores, pero no sin preocupación, pues en su propio seno coexisten la razón científica y los impulsos sexuales, restos casi animales, que en un principio marchan en contra del resto de instancias cognoscitivas y apetitivas: la sexualidad se muestra “como algo mucho más independiente, opuesto más bien a todas las demás actividades del individuo y que sólo por una complicada evolución, muy rica en restricciones, es forzada a entrar en la liga de la economía individual” . Prometeo funda la civilización, pero quien la habita es Jano.
La sexualidad es una amenaza para la civilización, algo bestial, y dominarla, a fin de adaptarse a la realidad, una de las grandes tareas humanas. Ahora bien: esa dominación se consigue por medios que no son del todo extraños a la función sexual misma; pues si una parte de los instintos sexuales pervive en lo inconsciente en calidad de impulsos optativos insatisfechos, otra es desviada de su fines próximos y ofrece su energía, en forma de tendencias sublimadas, a otros fines, culturales, regidos por la realidad . Esta circunstacia, sin embargo, no altera el esquema freudiano, pues la sublimación es un modo alternativo de satisfacción de pulsiones cuyos fines primeros han sido obstaculizados. Ajustarse a la realidad corresponde a la sagacidad del placer. La descarga de la excitación sexual, la satisfacción del deseo, es, por tanto, polimorfa: Freud entiende la psique comparándola a un sistema hidráulico, en la que sólo resulta relevante la descarga de tensión, con independencia del modo.
La sexualidad, pues, impulsa y frena simultáneamente lo que Freud considera la marcha lineal de la humanidad, y de cada hombre, hacia su cumplimiento como ser racional. Vivimos en continua tensión entre esa herencia primitiva, animal y degradante, fuente extratemporal de motivaciones, y las exigencias de sus formas sublimadas, culturales . La psique pugna por avanzar, a contrapelo de los impulsos del ello, tendentes a establecer una dirección evolutivamente regresiva. Reprimir, sublimar o idealizar son mecanismos de defensa que emplea el yo para constreñir sus exigencias, si bien de forma provisional: los deseos arcaicos son indestructibles: el proceso secundario, el yo, lo racional-científico no termina de imponerse sobre ellos. El hombre es deseante antes que parlante, y sus deseos le llevan siempre a estados anteriores. Esta tendencia alcanzará su máxima radicalidad al introducir la pulsión de muerte, visible, por ejemplo, en el sadomasoquismo: morir es volver al estado anterior al surgimiento de la vida .
LA PSIQUE HIDRÁULICA
Freud comenzó su práctica médica al lado de Breuer, quien, por una observación casual, había descubierto que una mujer aquejada de histeria sanó cuando se le hizo dar expresión verbal a la fantasía afectiva que la dominaba. Durante el estado de vigilia, la paciente era incapaz de indicar la génesis de sus síntomas, y no encontraba conexión alguna entre ellos y ciertas impresiones de su vida, pero en la hipnosis hallaba inmediatamente el enlace buscado. Todos sus síntomas se hallaban relacionados con intensas impresiones, correspondientes a restos o reminiscencias de situaciones afectivas penosas, nacidas en situaciones que integraban un impulso a una acción, que había sido reprimida. Cuando, luego, en la hipnosis recordaba la sujeto alucinatoriamente tales situaciones y realizaba a posteriori el acto psíquico antes reprimido, dando libre curso al afecto correspondiente, desaparecía definitivamente el síntoma. Atendiendo a sus efectos purificadores, Breuer calificó a este método de “catártico” .
Con todo, Freud acabaría por considerar deficiente este modo de proceder: los efectos del hipnotismo eran poco duraderos y demasiado dependientes de la relación entre el médico y el enfermo. Había de inventarse un método, y Freud comenzó a poner en práctica el de la asociación libre. Consistía este nuevo camino en conseguir que el paciente prescindiese de toda reflexión consciente y se abandonase al curso de sus ocurrencias espontáneas, de las asociaciones que brotasen en ese momento entre cualesquiera elementos. Así se obtenía un material cuya interpretación podía desvelar el dinamismo psíquico de la persona en cuestión, algo que la hipnosis ocultaba. Y es que los recuerdos olvidados estaban, según Freud, a merced del enfermo y dispuestos a surgir por asociación con sus otros recuerdos no olvidados, pero una fuerza indeterminada se lo impedía, obligándoles a permanecer inconscientes. La existencia de tal fuerza resultaba indubitable, pues se sentía su acción al intentar, contrariándola, hacer retornar a la conciencia del enfermo los recuerdos inconscientes. Esa fuerza se hacía notar, pues, como una resistencia del enfermo. De este modo surgió la teoría de la represión : las fuerzas que en el tratamiento se oponían, en calidad de resistencia, a que lo olvidado se hiciese de nuevo consciente, tenían que ser las que anteriormente habían producido y expulsado de la conciencia los sucesos patógenos correspondientes. La innegable aparición de la resistencia certificaba la existencia de la represión. La teoría freudiana sobre este fenómeno constituiría la base principal de la comprensión de la neurosis y acabaría por imponer una modificación de la labor terapéutica: su fin no era ya hacer volver a los caminos normales los afectos extraviados por una falsa ruta, sino descubrir las represiones y suprimirlas mediante un juicio que aceptase o condenase definitivamente lo excluido por la represión.
Ahora quedaba claro que el olvido de ciertos tramos de experiencia se debía a su consideración, por parte de las aspiraciones de la personalidad, como temibles, dolorosos o vergonzosos. Había, pues, que pensar que debían precisamente a tales caracteres el haber caído en el olvido. En este punto se sitúa la aportación metodológica fundamental de Freud: la retirada a lo inconsciente de la experiencia en cuestión sería resultado de un conflicto anímico: dos magnitudes dinámicas lucharían durante algún tiempo ante la intensa expectación de la conciencia, hasta que el afecto penoso quedase rechazado y sustraída a su tendencia la carga de energía. Este sería el desenlace normal. Pero en algunos casos, y por motivos aún desconocidos, habría hallado el conflicto un distinto desenlace. Se habría cerrado el acceso a la conciencia y a la descarga motora directa, con lo cual habría conservado el impulso desagradable toda su carga de energía, permaneciendo activo. Los mecanismos de defensa producirían entonces una disociación de afecto y representación : se separa, por una parte, la carga de afecto que va unida a dicha representación, con el simultáneo desplazamiento hacia una representación afectivamente más neutra, mientras que, por otra, se convierte a la representación en no apta para la conciencia. Como consecuencia de la represión, podían pasar tres cosas: a) se producía un fenómeno de conversión de la “suma de excitaciones” en inadecuadas inervaciones somáticas; o b) una transposición de los afectos a otras representaciones, dando origen a falsas conexiones entre representación y afecto (neurosis obsesiva), o c) se manifestaban las representaciones rechazadas en forma de proyecciones sobre el mundo exterior (paranoias).El método de investigación y curación de Freud, destinado a liquidar las represiones patógenas, recibiría el nombre de psicoanálisis en sustitución del de catarsis.
La psique se estructura como un campo de energías fluyentes en direcciones distintas y cambiantes, estructuradas en sistemas enfrentados y, en su mayor parte, ajenas a la conciencia. Por un lado, conocemos su órgano somático. Por otro, nuestros actos conscientes, de los que tenemos un conocimiento directo. Entre estos dos límites, todo nos es desconocido. Podemos pensar lo anímico, pues, como un espacio en el que lo consciente representaría la presentación momentánea y fugaz de los procesos psíquicos, que tienen lugar, por así decirlo, en la oscuridad: la mayor parte de la vida anímica —el juego de represiones y deseos, entre otros— tendría lugar en el ámbito inconsciente . Su desciframiento y traducción a lenguaje consciente constituiría la tarea del psicoanálisis. La descripción detallada del escenario psíquico iba a desvelar el carácter esencialmente conflictivo que este tiene: el inconsciente del que hablaba Freud no sólo no era un residuo de las operaciones conscientes, sino que dotaba de sentido a estas. Es más: permitía explicar, según Freud, acontecimientos previamente etiquetados como azarosos (actos fallidos) o absurdos (sueños) .
Al relacionar los tramos conscientes y los inconscientes, a fin de establecer su interacción, Freud creía estar fundando una nueva ciencia natural, que habría de apoyarse en nuevos conceptos e hipótesis, como sucedía en el resto de los campos científicos. Los conceptos de instinto, energía nerviosa, etc. padecerían durante un periodo incierto una indeterminación similar a los de las ciencias positivas más antiguas (fuerza, masa, gravitación) .
El método podía, y debía, ser el mismo porque, a juicio de Freud, los objetos y contextos de estudio no diferían de modo relevante. Aunque en escritos posteriores matizara esta tesis , en sus primeros escritos —anteriores a la ideación de la tópica ello-yo-superyó— la asimilación del psiquismo al mundo natural es completa. La metáfora que usa Freud para hablar de “procesos anímicos” está expresada en términos mecánicos: “En este proyecto hemos intentado encajar la psicología en el cuadro de las ciencias naturales; es decir, representar los procesos psíquicos como estados cuantitativamente determinados de partículas materiales especificables, y esto a fin de hacerlos evidentes e incuestionables. Este proyecto encarna dos ideas cardinales: 1º lo que distingue la actividad del reposo es de orden cuantitativo. La cantidad (Q) se halla sometida a las leyes generales del movimiento. 2º Las partículas materiales de que se trata son las neuronas” . La biología de los tiempos de Freud, heredera de la Naturphilosophie de Goethe y del vitalismo, supone que los acontecimientos están tejidos con una energía cuya cantidad, según el principio de conservación de Heimholz, tiende a permanecer inalterada. Por eso resulta comprensible en los términos físicos de atracción y repulsión. Por decirlo aún con más claridad: el aparato psíquico puede compararse a un dispositivo hidráulico, pues consiste en un sistema de presiones, canales, diques, flujos, soportes y desviaciones; sólo que, en este caso, lo que es canalizado y dirigido es la energía, que activaría las neuronas: tiene todas las propiedades de una cantidad, es capaz de aumento, disminución, de desplazamiento y de acarreo, y se expandiría por las neuronas y, en obras sucesivas, por la huellas mnémicas. Esta activación de instancias por parte de la energía, recibe el nombre de “investidura”.
El mundo psíquico es explicado, por tanto, en términos energéticos: la histeria y la neurosis, por ejemplo, consisten en malas regulaciones de la energía, en un conflicto de investiduras y desinvestiduras. A fin de evitar sobrecargas y, con ellas, disfunciones, el sistema tiende a reducir sus propias tensiones a cero, es decir, a descargar sus cantidades. La enunciación teórica general de esta tendencia se llama “principio de constancia”; y, en el caso del hombre, “principio de placer”, pues la descarga de tensión resulta placentera, mientras que la tensión, displaciente. Todo el sistema descansa sobre esta equivalencia, postulada, entre, por una parte, displacer y aumento de tensión, y, por otra, placer y descenso de nivel.
Ahora bien: el reinado del principio del placer es despótico, pero alambicado, puesto que, respecto a las investiduras neuronales no se puede, como sucede respecto a los peligros externos, huir; el sistema psíquico necesita un mecanismo que controle las cargas peligrosas para el equilibrio del sistema. Se trata de “ligar” la energía que no puede descargarse, de forma que se reduzcan las tensiones. Por eso, el sistema neuronal se ve obligado “a renunciar a su primitiva tendencia hacia la inercia (es decir, a un descenso de nivel hasta cero). Debe aprender a tolerar cierta cantidad acumulada (...), suficiente para satisfacer las exigencias de una acción específica”. Por eso hablará Freud de un sistema de neuronas permanentemente investidas con una carga constante. El mecanismo se complica: aparece un sistema que, suponiendo un aumento pequeño de tensión, traduce la tendencia a rebajar esta, al conseguir, si no reducir el nivel a cero, sí mantenerlo constante, cumpliendo así con el principio de placer por medio de un rodeo .
Tenemos, entonces, un estado libre y otro ligado de la energía, que corresponden respectivamente a la función primaria y a la secundaria, ambas destinadas a procurar placer, si bien por caminos diversos . En el primer caso, la descarga consistiría en la reinvestidura de las imágenes mnémicas (recuerdos) del objeto deseado y los pasos para obtenerlo, lo que produciría una alucinación; y con ello, un displacer real. “Como todo impulso instintivo, también este [(del sueño)] tiende a la satisfacción por medio de la acción; pero los dispositivos fisiológicos del estado de reposo le cierran el camino de la motilidad, viéndose así obligado a contentarse con una satisfacción alucinatoria” . La tarea de inhibir esta investidura corresponde a la función secundaria, a la “organización del yo”, y consistiría en aprender a no investir las imágenes motrices y las representaciones de los objetos deseados. Lamentablemente, Freud no explica cómo esto tiene lugar.
Este es el punto central: Freud sostuvo siempre que la función esencial del sistema nervioso era el control de la excitación: “un trauma se podría definir como un aumento de excitación dentro del sistema nervioso, que este último no es capaz de tramitar suficientemente mediante reacción motriz”. El exceso de estimulación produciría un estado tóxico que invadiría al sistema; el neurótico se aficiona a las excitaciones, que, al no encontrar salida motriz, quedan bloqueadas.
La representación reprimida deja, por tanto, una huella inconsciente pero efectiva: la representación reprimida era la base de procesos inconscientes. La entrada de la sexualidad en la escena psicoanalítica tiene como contexto genético precisamente estas investigaciones sobre las huellas mnémicas dolorosas: al avanzar la investigación, se fue revelando con mayor claridad el encadenamiento de tales impresiones de significación etiológica, que se remontaban a la pubertad o a la niñez del neurótico. Simultáneamente, tomaron carácter unitario y, por último, se hizo patente que en la raíz de toda producción de síntomas existían impresiones traumáticas procedentes de la vida sexual más temprana. El trauma sexual reemplazó al trivial: como se hacía paulatinamente más claro, los síntomas representaban un sustitutivo de tendencias que toman su fuerza de las fuentes del instinto sexual .
EL INSTINTO EXTRAÑO
Las ‘reminiscencias’ sufridas por los neuróticos revelaron la naturaleza sexual de las fuerzas inconscientes causantes de tales recuerdos, sin caracterizar todavía en 1895, cuando Freud escribió su Proyecto. Se trataba siempre de conflictos sexuales actuales o repercusiones de sucesos sexuales pasados: al buscar las situaciones patógenas en que se habían producido las represiones de la sexualidad y de las cuales procedían los síntomas surgidos como productos sustitutivos de lo reprimido, llegó Freud hasta los años más tempranos de la vida infantil del sujeto, cuando se habría producido una seducción que la inmadura organización psicológica del niño no podría asimilar ni procesar. Al unirse esta experiencia sexual precoz a la pubertad, se desbordaría la capacidad reguladora del sistema nervioso, se produciría el trauma. Se trataba siempre, por tanto, de excitaciones sexuales y de reacciones contra ellas .
Ahora bien, al principio, Freud consideraba que la mente neurótica había sido trastocada desde fuera. La psique había sido infectada por las seducciones infantiles, que permanecerían dormidas hasta la pubertad, dando lugar a neurosis. En 1897, sin embargo, Freud pasó a pensar que los relatos de sus pacientes acerca de seducciones precoces no eran ciertos, sino producto de la fantasía. El germen de la patología provenía del interior. Así que la inocencia de la niñez era una ilusión: poderosas fuerzas sexuales actuaban para provocar el conflicto . Lo importante no es el mundo y las otras personas, sino lo que el paciente fantasee sobre ellos: para la neurosis, la realidad psíquica es más importante que la material; cada uno crea su propio mundo con el material de la experiencia, pero de acuerdo con los patrones dictados por una sexualidad estructurante y ubicua . Tras la caída del supuesto anterior del ‘trauma sexual infantil’, tomaba su lugar una sexualidad arquetípicamente infantil .
La tensión se genera, por tanto, dentro del organismo, pues las fuerzas que mueven el aparato psíquico nacen en los órganos corporales como expresión de las grandes necesidades físicas. Desde el punto de vista inverso, puede decirse que los instintos son tensiones corporales con representaciones psíquicas: “bajo el concepto de ‘instinto’ no comprendemos primero más que la representación psíquica de una fuente de excitación, continuamente corriente o intrasomática, a diferencia del ‘estímulo’ producido por excitaciones aisladas procedentes del exterior” . El deseo consciente o inconsciente y sus derivados, así como el placer que buscan, son, si cabe decirlo así, reverberaciones psíquicas de movimientos corporales generados por la tensión del órgano, su fuente, y buscan la descarga . Esta, fin del instinto, tiene lugar siempre en forma de satisfacción. Tal función de descarga presenta siempre un carácter perentorio: todo instinto es una fracción de actividad, y representa una exigencia de trabajo para la vida psíquica .
El objeto del instinto es aquel en el cual o por medio del cual puede el instinto alcanzar su satisfacción. Es lo más variable del instinto; no se halla enlazado a él originariamente, sino que se le subordina, a consecuencia de su ajuste al logro de la satisfacción. Lo de menos, por tanto, es el objeto, que se define en función del fin y resulta máximamente variable. En cierto sentido, la noción misma de objeto pierde significación autónoma, pasando a ser posibilitación del fin del instinto, esto es: ocasión de la satisfacción, que sólo puede ser alcanzada por la supresión del estado de excitación de la fuente del instinto. Pero aun cuando el fin último de todo instinto sea invariable, puede haber diversos caminos que conduzcan a él, de manera que para cada instinto pueden existir diferentes fines próximos, susceptibles de ser combinados o sustituidos entre sí.
Cabe entonces preguntarse si el significado que Freud da a “objeto” es asimilable al que usamos normalmente en la contraposición “sujeto-objeto”. Parece que no. Véase, para ilustrar esta afirmación, el siguiente texto sobre la orientación del instinto hacia la propia persona, ejemplificada en el par sadismo-masoquismo: “la orientación contra la propia persona queda aclarada en cuanto reflexionamos que el masoquismo no es sino un sadismo dirigido contra el propio yo y que la exhibición entraña la contemplación del propio cuerpo. La observación analítica demuestra de un modo indubitable que el masoquista comparte el gozo activo de la agresión a su propia persona y el exhibicionista el resultante de la desnudez de su propio cuerpo. Así, pues, lo esencial del proceso es el cambio de objeto, con permanencia del mismo fin” . Como se ve, el lugar desde donde se mira es el instinto, no el sujeto, que se halla sometido al “imperio del fin”: Freud habla de “objeto narcisista” para referirse al yo cuando a él se dirige, por ejemplo, el deseo de mirar.
De hecho, la libido se relaciona en primer término con el yo. Es más: como acabamos de ver, pasa por una época en la que carece de toda relación con el exterior, y llena el propio yo, tomándolo como objeto. “Este estado podía denominarse ‘narcisismo’, y no era difícil adivinar que en realidad subsiste siempre, y que el yo continúa siendo a través de toda la vida el gran depósito de libido, del cual emanan las cargas de objeto, y al cual puede retornar la libido desde dichos objetos. Así, pues, la libido narcisista se transforma continuamente en libido objetiva, y viceversa”. Tomar un objeto es salir del narcisismo; abandonar un objeto, regresar a la inicial condición “autista”, mantenida en organizaciones posteriores, aparentemente centradas en el objeto: “la libido del yo o libido narcisista aparece como una gran presa, de la cual parten las corrientes del revestimiento del objeto y a la cual retornan. El revestimiento del yo por la libido narcisista se nos muestra como el estado original, que aparece en la primera infancia y es encubierto por las posteriores emanaciones de la libido, pero que en realidad permanece siempre latente detrás de las mismas” . El narcisismo es, para la pulsión, punto de partida y de llegada .
Ahora resulta que el yo puede “estar a ambos lados” del instinto, pasar de sujeto a objeto en virtud de las investiduras libidinales: para “emanciparse de la significación del síntoma ‘conciencia’” , Freud está instaurando el punto de vista del instinto, que pasa a ser aquello de lo que se predican las cualidades, al fundar la distinción fenomenológica —ahora secundaria— sujeto-objeto. El instinto sexual, una fuerza innombrable que está un paso por detrás del yo, es el sujeto real. Y por eso mismo, el instinto sexual es un extraño para el hombre.
Los impulsos sexuales contienen la mayor parte de la energía y de los principios estructurantes necesarios para el desarrollo anímico: “nuestra mente, ese precioso instrumento que nos permite imponernos en la existencia, no es, en efecto, una unidad pacíficamente encerrada en sí misma, sino que puede compararse más bien a un Estado moderno, en el cual una masa ávida de goce y de destrucción debe ser sofrenada por la fuerza de una sabia y prudente clase superior”. Pero esa clase privilegiada es el pueblo promocionado, porque “cuanto ocurre en nuestra vida mental y cuanto halla expresión en nuestros pensamientos son derivados y representantes de los multiformes instintos dados en nuestra constitución somática” . Los distintos registros de la experiencia humana son traducciones de tensiones corporales, de las interacciones, fusiones, cruces y choques entre ellas. El impulso instintivo demanda satisfacción, la constitución de situaciones en que puedan apaciguarse las necesidades somáticas. Estas oscilaciones entre tensión y descarga, estas idas y venidas entre displacer y placer, regulan, como vimos, el aparato anímico, ya directamente, ya a través del principio de realidad . Tales instintos llenarían lo inconsciente, y le dotarían de energía. También lo consciente recibiría de ellos energía, a través del inconsciente.
Los instintos son, por tanto, la trama fundamental de la vida psíquica, y en la arqueología de su desarrollo encuentra explicación la personalidad adulta, como hace ver tras tratar de las perversiones: “(...) por nuestra parte, creemos posible decidir la cuestión con la hipótesis de que en las perversiones existe, desde luego, algo congénito, pero algo que es congénito en todos los hombres, constituyendo una disposición general de intensidad variable (...). Diremos, además, que la constitución supuesta que muestra las semillas de todas las perversiones no puede ser revelada más que en los niños, aunque en ellos no aparezcan todos estos instintos más que en una modesta intensidad. De esta manera llegamos a la fórmula de que los neuróticos conservan su sexualidad en estado infantil o han retrocedido hasta él. Por tanto, nuestro interés se dirigirá hacia la vida sexual de los niños, y perseguiremos en ellos el funcionamiento de las influencias que rigen el proceso evolutivo de la sexualidad infantil hasta su desembocadura en la perversión, en la neurosis o en la vida sexual normal” .
Siguiendo con sus particulares excavaciones, Freud profundiza en las que son, para él, fuentes originarias de la sexualidad. La explicación está en el comienzo, en los estratos más profundos: el niño pasa por varias organizaciones sexuales, diferenciadas por el cambio de preeminencia en los centros de satisfacción sexual; y con dichos relevos, como veremos, muta también la estructuración general de la personalidad.
FASES DE LA SEXUALIDAD.
La libido, escribe Freud, “atraviesa una serie de fases sucesivas entre las cuales no existe semejanza alguna: su desarrollo se repite varias veces, por lo que resulta análogo al que se extiende desde la crisálida a la mariposa. El punto máximo de este desarrollo se halla constituido por la subordinación de todas las tendencias sexuales parciales bajo la primacía de los órganos genitales: esto es, por la sumisión de la sexualidad a la función procreadora”. La madurez de la sexualidad consistiría en la integración consistente de sus distintas dimensiones. El punto de partida es la total incoherencia, pues la vida sexual está “compuesta de un gran número de tendencias parciales que ejercen su actividad independientemente unas de otras en busca del placer local procurado por los órganos” . Las tendencias sexuales constituyen, desde el principio al fin de su desarrollo, un medio de adquisición de placer, función que cumplen desde la infancia sin la menor discontinuidad .
El niño no vive la edad de la inocencia, pues la más temprana infancia asiste ya, según Freud, a ciertos signos de actividad corporal innegablemente sexuales, y que aparecen vinculados con fenómenos psíquicos que más tarde se encontrarán en los adultos, como la fijación a ciertos objetos, los celos, etc. Lo que es más: tales fenómenos, surgidos en la primera infancia, forman parte de un proceso evolutivo perfectamente reglado: la función sexual existe desde un principio, se apoya en las demás funciones importantes para la conservación de la vida, y se hace luego independiente, pasando por un largo y complicado desarrollo hasta llegar a constituir lo que conocemos con el nombre de vida sexual normal del adulto. Se manifiesta primero como actividad de toda una serie de componentes instintivos dependientes de zonas somáticas erógenas, componentes que aparecían en parte formando pares antitéticos (sadismo-masoquismo, instinto de contemplación-exhibicionismo), en parte independientemente unos de otros, buscando placer y encontrándolo por lo general en el propio cuerpo. De este modo, la función sexual no se halla en principio centrada: es predominantemente autoerótica. Más tarde tienen efecto en ella diversas síntesis, hasta alcanzar su punto culminante hacia el final del quinto año, para caer luego en un periodo de latencia, producido por la represión a las tendencias, hasta entonces muy intensas. En su transcurso quedan edificadas las formaciones reactivas de la moral, el pudor y la repugnancia, mediante las cuales se desecharán o dedicarán a otros fines determinados factores instintivos, que resultaban inútiles para la procreaCión. El proceso se detiene entonces, gran parte de lo aprendido se pierde y la actividad sufre una especie de involución. Con la pubertad quedan reanimadas las tendencias y las cargas de objeto de las épocas tempranas. En la vida sexual de la pubertad luchan entre sí los impulsos de la primera fase y las inhibiciones del periodo de latencia .
Fase oral
El primer órgano que se manifiesta como zona erógena es, desde el nacimiento, la boca. Toda la actividad psíquica se concentra primero en esta zona. Y si bien aparece asociada a la función nutritiva, la satisfacción llega a ser independiente de ella, y engendra placer en la necesidad de chupetear, tanto porque ello le es más cómodo al niño como porque de este modo se hace independiente del mundo exterior, que no le es posible dominar aún, y crea, además, una segunda zona erógena, si bien de menos valor. Así, el objeto de una de estas actividades es también objeto de la otra, y el fin sexual consiste en la asimilación del objeto, modelo de aquello que desempeñará un importantísimo papel psíquico como identificación. Durante esta primera fase, y desde la aparición de los primeros dientes, se manifiestan ciertas pulsiones sádicas. De esta primera relación sexual queda un resto que prepara la elección del objeto: “el niño aprende a amar a las personas que satisfacen sus necesidades y le auxilian en su carencia de adaptación a la vida. Y aprende a amarlas conforme al modelo y como una continuación de sus relaciones de lactancia con la madre o la nodriza” . El hallazgo de objeto constituye una relación según el modelo de la primitiva con el pecho de la madre: “el hallazgo de objeto no es realmente más que un retorno al pasado” .
Fase sádico-anal
La segunda fase pregenital es la de la organización sádico-anal, caracterizada por la satisfacción en las agresiones y en las funciones excretoras. El sadismo se revela sobre todo en la tendencia a la destrucción (golpear, rasgar, moverse con ruido). El niño reacciona cada vez más ante sus insatisfacciones y, en particular, ante la privación de las atenciones maternales y la imposición de la limpieza, poniéndose a menudo celoso de un hermano menor. Cada vez se manifiesta más la cólera rabiosa o el desafío obstinado cuando se le obliga a ser limpio. En esta etapa padece, con rabia, antes de ceder al rigor educativo En ella la antítesis que se extiende a través de toda la vida sexual está ya desarrollada; pero no puede ser aún denominada masculina y femenina, sino simplemente activa (que degenera en crueldad) y pasiva (asociada al ano). La actividad está representada por el instinto de aprehensión, y como órgano con fin sexual pasivo aparece principalmente la mucosa intestinal erógena. Para ambas tendencias existen objetos, pero no coincidentes. Al mismo tiempo actúan autoeróticamente otros instintos parciales. En esta fase aparecen en cierta medida la polaridad sexual y el objeto exterior.
Fase fálica
La fase tercera, fálica, precede al estado final de la vida sexual. Se manifiesta la oposición masculino-femenino, hasta entonces reducida a la oposición activo-pasiva. De entre todas las etapas de la libido, Freud concedía la máxima significación, de cara al ulterior desarrollo sexual, a esta fase, en la que la sexualidad infantil precoz llega a su máximo y se aproxima a la declinación: con ella se producía la ruptura en la satisfacción preponderantemente autoerótica de la primera infancia, del mismo modo que la elección narcisista del objeto cedía ante un amor objetal, ante la vinculación con personas del mundo exterior; en primer lugar, con los padres: se pasa de la elección autoerótica al “enamoramiento de la madre” y el desarrollo de actitudes hostiles hacia el padre, considerado como un rival. Esta es también, mutatis mutandis, la actitud de la niña.
El sujeto narcisista de las dos primeras fases es el mundo. Freud describe el narcisismo primario como un estado autárquico, de omnipotencia, en el que el sujeto representa para sí todo lo bueno, todo lo placentero. Pero al crecer y ya no considerarse tal, para conservar la perfección infantil, produce la idea de un ser perfecto, adecuado a las expectativas que sus padres han forjado respecto a él, y vuelca sobre él toda la perfección que antes le correspondía a sí mismo, identificándose con ese “yo ideal”. Freud comienza a vislumbrar la amplitud y relevancia de tal proceso en el ensayo “La aflicción y la melancolía” : la identificación es resultado de una pérdida de objeto, como se pone de manifiesto en la diferencia entre aflicción y melancolía. En el caso del segundo estado de ánimo, la pérdida de un ser querido no provoca un proceso conducente a abandonar el apego al desaparecido, sino una agresividad mantenida contra sí mismo del melancólico. Este comportamiento no nos desconcertará al tomar conciencia de que tal comportamiento punitivo no está dirigido al paciente, sino al ser amado perdido, vivo ahora con una presencia interna. De alguna, el yo del melancólico sufre una modificación, consistente en la reconstrucción interna del objeto en el yo. Pues bien: Freud toma este fenómeno como paradigma de la introyección de los modelos ideales, del superyó .
Consiste este en el resultado de una suma de identificaciones del joven individuo con su padres y educadores, una especie de regresión oral: el niño concentra primero su libido en la madre y, simultáneamente, se identifica con el padre. Esta coexistencia de dos actitudes diferentes existe hasta que los deseos sexuales hacia su madre sufren un refuerzo y el niño se da cuenta de que el padre constituye un obstáculo para su realización: de ahí el nacimiento del complejo de Edipo.
La identificación con el padre reviste entonces un carácter hostil que engendra el deseo de eliminar al padre y reemplazarlo junto a la madre, de quien quiere el hijo ser amante. Entonces comienza a masturbarse, acompañando tal práctica con imaginaciones relativas a una actividad sexual cualquiera con respecto a su madre. La madre comprende que la excitación sexual del niño está dirigida a su propia persona, y en algún momento se le ocurrirá que no sería correcto dejarla en libertad. Prohibirle la masturbación no es suficiente. Entonces sufre la amenaza imaginaria de la castración por parte del padre, renovada y precisada por el descubrimiento de la ausencia del pene en la niña, lo que provocará el mayor trauma de su vida . A partir de esta amenaza, y por su causa, se instala el periodo de latencia.
La niña, claro está, no puede temer perder el pene, pero debe reaccionar al hecho de que no lo tiene. Desde el principio envidia al varón por el órgano que posee, y puede decirse que toda su evolución se desarrolla bajo el signo de la envidia fálica, pues le hace odiar a su madre por haberla traído imperfecta al mundo, y le hace acercarse al padre, para disponer de su pene. Como se ve, la relación entre el complejo de Edipo (y Electra) y la castración no es igual en los dos sexos: en el caso del hombre, la amenaza de castración acaba con el complejo de Edipo; en la mujer, al contrario.
En el momento de la destrucción del complejo de Edipo, el niño se ve obligado a renunciar a tomar a la madre como un objeto libidinal. Se dan dos posibilidades: o una identificación con la madre, o, lo que es normal, un refuerzo de la identificación con el padre . En cualquier caso, dice Freud, “podemos admitir como resultado de la fase sexual dominada por el complejo de Edipo la presencia en el yo de un residuo consistente en el establecimiento de estas dos identificaciones enlazadas entre sí. Esta modificación del yo conserva su significación especial y se opone al contenido restante del yo en calidad de ideal del yo o superyo” .
Pero este superyo no nace como mero residuo de las primeras identificaciones, sino que, por así decirlo, adquiere dinamicidad y comienza a desempeñar, a la vez, un papel incitador y otro represor. Como el ello, el superyó representa el influjo del pasado, con la diferencia de que este es el sustrato de la herencia, mientras que el superyó está formado por la experiencia.
Durante el periodo de latencia, total o parcial, se constituyen los poderes anímicos que luego se oponen al instinto sexual y lo canalizan, marcándole su curso a manera de diques. Estos diques son en gran medida obra de la educación, pero, en realidad, esta evolución se halla orgánicamente condicionada y fijada por la herencia y puede producirse sin auxilio alguno por parte de la educación: los impulsos sexuales de estos años infantiles serían inaprovechables, puesto que la función reproductora no habría aparecido todavía, circunstancia que constituye el carácter esencial del periodo de latencia. Pero, además, tales impulsos habrían de ser perversos de por sí, partiendo de zonas erógenas e implicando tendencias que, dada la orientación del desarrollo del individuo, sólo podrían provocar sensaciones displacientes. Harán, pues, surgir fuerzas psíquicas contrarias que erigirán para la supresión de tales sensaciones displacientes los diques psíquicos: repugnancia, pudor, moral y dolor . La educación, por tanto, se mantendrá dentro de sus límites, constriñéndose a seguir las huellas de lo orgánicamente preformado, imprimirlo más profundamente y depurarlo.
Como vemos, tales diques se construirían a costa de los mismos impulsos sexuales infantiles, que no dejarían de afluir durante este periodo de latencia, pero cuya energía es desviada en todo o en parte de la utilización sexual y orientada hacia otros fines.
Fase genital
La última fase es la genital, que se instala en la pubertad, tras la latencia. La mayor parte de las tendencias se integran en la función sexual para constituir los actos accesorios y sobre todo preparatorios, destinados a preparar el placer preliminar a la unión genésica. Se puede decir que la vida sexual infantil se acerca a su definitiva constitución normal. El instinto sexual, tras el trauma provocado por la amenaza de castración, encuentra por fin objeto. Ahora aparece un nuevo fin sexual, a cuya consecución tienden de consuno todos los instintos parciales, al paso que las zonas erógenas se subordinan a la primacía de la zona genital. Dado que el nuevo fin sexual determina funciones diferentes para cada uno de los dos sexos, las evoluciones generales respectivas divergirán considerablemente. La del hombre es la más consecuente y la más asequible a nuestro conocimiento, mientras que en la de la mujer aparece una especie de regresión . La normalidad de la vida sexual se produce por la confluencia de las dos corrientes dirigidas sobre el objeto sexual y el fin sexual, la de ternura y la de sensualidad: la primera de ellas acoge en sí los impulsos, reprimidos y atenuados, provenientes de la primera elección (incestuosa) de objeto; la segunda contiene los propios de la pubertad. La llegada a la normalidad sexual podría compararse a la perforación de un túnel comenzada por ambos extremos simultáneamente .
El nuevo fin sexual, consistente, en el hombre, en la descarga de los productos sexuales, no es totalmente distinto del antiguo, que se proponía tan sólo la consecución del placer, pues precisamente a este acto final del proceso sexual se enlaza un máximo placer. El instinto sexual se pone ahora al servicio de la función reproductora; puede decirse que se hace altruista. La evolución seguida ha consistido, primero, en renunciar al autoerotismo, esto es, en reemplazar el objeto que forma parte del cuerpo mismo del individuo por otro, ajeno y exterior; y, segundo, unificar los diferentes objetos de las distintas tendencias y reemplazarlos por un solo y único objeto. La sexualidad normal es un producto de algo que existió antes que ella, y a expensas de lo cual hubo de formarse, eliminando como inaprovechables algunos de sus componentes y conservando otros para subordinarlos a la procreación .
Sería erróneo pensar que estas fases se sustituyen unas a otras: se superponen, coexisten todas. Por ello se conservan muchas investiduras de objeto correspondientes a fases anteriores; otras se incorporan a la función sexual como actos preparatorios y coadyuvantes, cuya satisfacción procura placer preliminar a la unión; otras tendencias son excluidas de la organización, reprimiéndolas o empleándolas de otra forma. Estas nuevas síntesis y conexiones destinadas a formar un complicado mecanismo, traen consigo el peligro de perturbaciones morbosas por defectuosa constitución de estos nuevos órdenes : en ocasiones, una o más de las tendencias parciales de la libido se estancan en alguno de los estados que caracterizan las fases precoces de la evolución, debilitando la integración general. Esto facilita que, al encontrar dificultades en su ejercicio, elementos que no habían sufrido tal fijación, emprendan una marcha retrógrada y vuelvan a fases anteriores . Se producen entonces desviaciones del fin o del objeto normal. Estas son las perversiones. En ellas (sadomasoquismo, exhibicionismo, onanismo, fetichismo, etc.), se establece la organización genital pero privada de todas las fracciones de la libido que permanecen fijadas a los objetos y fines infantiles o pregenitales. De ahí un debilitamiento de la sexualidad que tiende a conducir a las investiduras pasadas, es decir, a regresar a las fases infantiles. El pervertido es un adulto que se ha hecho niño .
UN CRITERIO HUIDIZO
La sexualidad que presentaba Freud chocaba con la concepción que de ella tenía es sentido común de su tiempo: para este, la sexualidad consiste esencialmente en el impulso de poner los órganos genitales propios en contacto con los de una persona de sexo opuesto. Este deseo de unión estaría acompañado por el beso, la contemplación y la caricia manual como manifestaciones accesorias y como actos preparatorios. Dicho impulso aparecería con la pubertad y serviría a la procreación, siendo equivalente a funciones como la respiración, la excreción, etc. . Como se ve, la circunscripción definida por estas coordenadas dejaría fuera los hechos enumerados al final del epígrafe anterior, que demandan explicación: el deseo de personas del mismo sexo (homosexualidad); la tendencia a sustituir la unión genital por otras actividades (perversión); y el interés precoz que algunos niños muestran por los propios genitales y por los signos de excitación en los mismos.
El psicoanálisis habría tenido que llevar a cabo una ampliación del concepto de sexualidad, concretada en dos aspectos: “En primer lugar, hemos desligado la sexualidad de sus relaciones, demasiado estrechas, con los genitales, describiéndola como una función somática más comprensiva que tiende, ante todo, hacia el placer, y sólo secundariamente entra al servicio de la reproducción. Pero, además, hemos incluido entre los impulsos sexuales todos aquellos simplemente cariñosos o amistosos para los cuales empleamos en el lenguaje corriente la palabra ‘amor’, que tantos y tan diversos sentidos encierra. (...) El hecho de desligar a la sexualidad de los órganos genitales presenta la ventaja de permitirnos considerar la actividad sexual de los niños y de los perversos desde el mismo punto de vista que la de los adultos normales” . Las perversiones constituirían una manifestación de instintos sexuales parciales que se han sustraído a la primacía del órgano genital y aspiran definitivamente al placer, como en las épocas primitivas del desarrollo de la libido, aún no sometida a la procreación. “La segunda de las indicadas ampliaciones del concepto de la sexualidad queda justificada por aquella investigación psicoanalítica que nos demuestra que todos los sentimientos cariñosos fueron originariamente tendencias totalmente sexuales, coartadas después en su fin o sublimadas. En esta posibilidad de influir sobre los instintos sexuales reposa también la de utilizarlos para funciones culturales diversas, a las cuales aportan una importantísima ayuda” .
El instinto sexual, por tanto, resultaría mucho más abarcante de lo que le concedía el sentido común del XIX : hay más fenómenos que deben considerarse sexuales y, por otra parte, las tendencias que ya antes se consideraban tales, constituyen, si bien transformadas, la base tanto de afectos como de procesos socioculturales ajenos, en principio, a lo sexual. De aceptarse, las hipótesis freudianas provocarían un vuelco cognoscitivo y moral considerable; por eso mismo tal reorganización debería reposar sobre una justificación sólida y convincente. Freud cree encontrarla indagando en la infancia, donde, según él, se mostrarían los rasgos esenciales del instinto sexual, descubriendo su desarrollo y su composición de elementos procedentes de diversas fuentes . Ha de quedar claro, sin embargo, que la búsqueda del instinto sexual en su pureza originiaria es algo más que la recogida de muestras aquí y allá: puesto que Freud está intentando hacer obsoleta una definición —supuestamente, demasiado estrecha—, la dificultad consistirá en la propuesta de un nuevo criterio definidor de “lo sexual” que nos permita reconocer los casos que caen bajo el concepto, ampliado, “sexualidad”.
El campo de búsqueda es la infancia, supuestamente escenario de las primeras manifestaciones de vida sexual. Con fines heurísticos, Freud propone una caracterización tentativa: que un niño tenga vida sexual significa que cuenta con “excitaciones sexuales, necesidades sexuales y una especie de satisfacción sexual” . Esta declaración abre una tarea esencialmente interpretativa, especialmente en lo relativo a la sexualidad del niño de pecho. Tales interpretaciones se conseguirían sometiendo, en la investigación analítica, los síntomas del sujeto a un análisis regresivo: el principal interés infantil del sujeto recae sobre la absorción de alimentos, función a la que iría ligada la actividad sexual, para después segregarse. Teniendo esto en cuenta, cualquiera habría de ver con claridad que la expresión de euforia del bebé dormido sobre el seno de su madre después de haber mamado, es idéntica a la del adulto después del orgasmo sexual: “viendo a un niño que ha saciado su apetito y que se retira del pecho de la madre con las mejillas enrojecidas y una bienaventurada sonrisa, para caer en seguida en un profundo sueño, hemos de reconocer en este cuadro el modelo y la expresión de la satisfacción sexual que el sujeto conocerá más tarde” .
Freud reconoce que esta similitud no bastaría para sacar conclusión alguna. Ahora bien, el niño se halla siempre dispuesto a reanudar tal actividad, no por estímulo del hambre, sino por el acto mismo que la absorción trae consigo. “Averiguamos así —escribe Freud— que el niño de pecho realiza actos que no sirven sino para procurarle placer y creemos que ha comenzado a experimentar este placer con ocasión de la absorción de alimentos, pero que después ha aprendido a separarlo de dicha condición. Esta sensación de placer la localizamos en la zona buco-labial, y deCignamos esta zona con el nombre de zona erógena, considerando el placer procurado por el acto de chupar como un placer sexual” . Ya habíamos visto que el instinto sexual consiste en un medio para proporcionarse placer. Ahora bien: esto no implica necesariamente que todo placer sea sexual : ¿cómo distinguimos la búsqueda de placer, supuestamente sexual, por parte del niño de las que no lo son, si es que las hay?
Freud se plantea explícitamente esta dificultad, y la resuelve, en primer término, descartando la relación a la procreación y a la actividad genital como criterios conducentes a la identificación de las actividades sexuales . Nos encontramos en terreno sin hollar. Sólo cabe la indicación, ahora por referencia al placer mismo: “no cabe duda que los estímulos productores de placer están ligados a condiciones especiales que no conocemos. El carácter rítmico debe de jugar entre ellas un importante papel. Menos decidida aún está la cuestión de si se puede considerar como ‘específico’ el carácter de la sensación de placer que la excitación hace surgir. En esta ‘especificidad’ estaría contenido el factor sexual” .
Este es precisamente el problema: saber si todos los placeres procurados por los órganos deben ser calificados de sexuales, o si existe al lado del placer sexual, un placer de una naturaleza diferente. Pero “sabemos aún muy poco sobre el placer procurado por los órganos y sobre sus condiciones, y no es nada sorprendente que nuestro análisis regresivo llegue en último término a factores todavía indefinibles” . Por eso, “convencidos de que nada os queda que podáis conservar como característico de aquello que llamáis sexual, os hallaréis obligados a seguir mi ejemplo y a extender dicha denominación a aquellas actividades de la primera infancia, encaminadas a la consecución del placer local que determinados órganos pueden procurar” . Parece no haber un criterio específico del placer que nos permita negarle carácter sexual. Pero esto no basta. Se hace necesario encontrar una justificación positiva, una razón indicadora de lo propiamente sexual, que haga algo más que excluir lo que no le pertenece. El problema resulta irresoluble en términos de placer, porque este sólo puede definirse por referencia al acto de la que es producto. Para definir un placer como sexual tenemos que saber que acompaña a una actividad sexual.
Busquemos desde otro punto de vista: según Freud, los instintos se definen por referencia a sus fuentes y a sus fines. Parece que el recurso a las fuentes resulta insuficiente, pues casi cualquier parte del cuerpo es susceptible de convertirse en zona erógena. “Así, pues, la cualidad del estímulo influye más en la producción del placer que el carácter de la parte del cuerpo correspondiente”, si bien, al encontrar una zona “predeterminada” (genitales, pezón, entre otros), pasará a conferirle su preferencia . El problema se ha trasladado del plano del placer al del estímulo: la misma perplejidad en un lugar diferente.
Los fines tampoco ayudan, a pesar de la rotundidad de algunas afirmaciones de Freud: “aquello que, a pesar de la extrema singularidad de su objeto y fin, da a la actividad perversa un carácter incontestablemente sexual es la circunstancia de que el acto de la satisfacción perversa comporta casi siempre un orgasmo completo y una emisión de esperma” . El criterio de lo sexual se encontraría en la fisiología: todo aquello aconpañado de estos dos fenómenos podría ser etiquetado sin resquemores como sexual. Ahora bien, no parece haber coherencia entre esta declaración y la siguiente definición de libido en Psicología de las masas: “la energía —considerada como magnitud cuantitativa variable, aunque por ahora no mensurable— de los instintos relacionados con todo aquello susceptible de ser comprendido bajo el concepto de amor”. El arquetipo del amor es el acto sexual, pero el amor del individuo a sí mismo, el amor paterno y el filial, la amistad y el amor a la Humanidad en general: “constituyen la expresión de los mismos movimientos instintivos que impulsan a los sexos a la unión sexual; pero que en circunstancias distintas son desviados de este fin sexual o detenidos en la consecución del mismo, aunque conservando de su esencia lo bastante para mantener reconocible su identidad (abnegación, tendencia a la aproximación)” . La libido sería algo parecido al amor del que habla Sócrates en el Banquete: una fuerza que nos empuja a la unión. Y entonces, ¿cómo cabe decir que estas tendencias sublimadas —por ejemplo, las creadoras que llevan a Leonardo a crear—, son sexuales, si su fin no son el orgasmo y la eyaculación? ¿Qué las caracteriza como sexuales? La abnegación y la tendencia a la unión delimitan un campo demasiado amplio. La definición en términos de ellas no distinguiría suficientemente de otros ámbitos. Habíamos abandonado ya la búsqueda de un criterio relativo al placer; y ahora parece que tampoco podemos hacernos con uno independiente de él: topamos con desconocimientos que la exfoliación psicoanalítica no ha podido llevar a cabo. Parece que debemos resignarnos a indicaciones más o menos enfáticas de una sexualidad que se impone por lo rotundo de su autoafirmación .
Sólo tenemos un modo de ligar las tendencias sexuales de las que habla Freud: su función de descarga de tensiones, que cumplen satisfactoriamente, en parte, por una extraordinaria plasticidad. En efecto, “pueden reemplazarse recíprocamente, y una sola puede asumir la intensidad de las demás, resultando de este modo que cuando la realidad rehúsa la satisfacción de una de ellas existe una posible compensación en la satisfacción de otra”. Precisamente en eso consisten los instintos, en medios de apaciguar las tensiones somáticas. La psique hidráulica del Proyecto sigue vigente. Las tendencias sexuales pueden compararse “a una red de canales comunicantes”, por los que circula el fluido de acuerdo con las diferencias de presión.
Esta tesis, sin embargo, choca con la declarada subordinación genital de los instintos parciales, lo que resulta difícil de conjugar, dada la diferencia esencial —no de grado— postulada por Freud entre el placer preliminar y el eyaculatorio . Con todo, Freud continúa escribiendo que “tanto las tendencias parciales de la sexualidad como el instinto sexual resultante de su síntesis poseen una gran facilidad para variar de objeto, cambiando uno de difícil acceso por otro más asequible, propiedad que constituye una fuente de resistencia a la acción patógena de una privación”. Los únicos datos relevantes son los cambios de presión en una energía indiferenciada y desplazable en sí, capaz de agregarse a representaciones diversas, intensificando su carga y produciendo así procesos de satisfacción sustitutoria . “Podemos, pues, concluir sin dificultad que esta libido desplazable labora al servicio del principio del placer para evitar los estancamientos y facilitar las descargas. Reconocemos, además, que en esta labor es el hecho mismo de la descarga lo principal, siendo indiferente el camino por el cual es llevada a cabo” .
El esquema es similar al kantiano de la percepción: el mundo exterior (el objeto) es ocasión para que se despliegue la dinámica cognoscitiva (instintiva). Freud forma junto a Rilke al pensar que el acento ha de ponerse en el proceso afectivo, no en el objeto. El texto siguiente lo muestra con claridad, casi podría decirse que con crudeza: después de hablar de la inversión sexual, advierte Freud de que “(...) nos habíamos representado como excesívamente íntima la conexión del instinto sexual con el objeto sexual. La experiencia adquirida en la observación de aquellos casos que consideramos anormales nos enseña que entre el instinto sexual y el objeto sexual existe una soldadura cuya percepción se nos puede escapar en la vida sexual normal, en la cual el instinto parece traer consigo su objeto. Se nos indica así la necesidad de disociar hasta cierto punto en nuestras reflexiones el instinto y el objeto. Probablemente, el instinto sexual es un principio independiente de su objeto, y no debe su origen a las excitaciones emanadas de los atractivos del mismo” (las cursivas son añadidas). La sexualidad manifiesta una fuerza impersonal, estructurante de la experiencia humana según categorías invariables y rígidas. El hombre no habla, sino que es hablado por el ello, por el lugar fuera del tiempo en que bullen deseos indestructibles . Tras las idas y venidas de la doctrina freudiana, lo que parece permanecer es una psique que no está lejos esencialmente del Proyecto y de sus definiciones económicas: la actividad humana ha de relatarse en términos de investiduras y desinvestiduras, sin referencia al sujeto fenomenológico, pero sí a los requerimientos de la pulsión.
En la función sexual comparece netamente la vertebración real de lo psíquico, los dinamismos entre los que se ventila la existencia . El carácter, los modos de entrar en relación, de construir la cultura y la sociedad, apoyados en lo sexual, son producto casi mecánico de necesidades orgánicas.
Epílogo. De amor y muerte.
Los instintos son la memoria evolutiva de la especie y los verdaderos sujetos de la historia: “la colaboración y el antagonismo del Eros con el instinto de muerte constituyen para nosotros la imagen de la vida” ; y esta consiste en un resbalar hacia el origen, hacia un estado anterior a ella misma. El instinto, esa especie de elasticidad de lo animado, aspira a reconstituir una situación que existió ya una vez, y fue suprimida por una perturbación exterior . El instinto de muerte es la voz con que ese estado inorgánico primigenio llamaría a la vida para que se resolviera en él. Vivimos con la cara vuelta hacia atrás: que el fin de la vida fuera un estado no alcanzado anteriormente, estaría en contradicción con la esencia instintual, dice Freud. Pero entonces no se entiende cómo puede aparecer un instinto cuya propiedad sea introducir tensión. De hecho, “¿qué importante suceso de la evolución de la sustancia viva es repetido por la procreación sexual o por su antecendente, la copulación de dos protozoarios?”. Contra lo que dijeron los poetas, no hay razones para reconocer que la sustancia viva fue alguna vez una unidad, destruida más tarde, que tendiera ahora a su nueva unión.
El instinto que incluye todo lo relativo al amor, aunque, innegablemente, reproduzca estados primitivos anteriores, labora en contra de los de muerte: estos intentan hacer volver lo orgánico a lo inorgánico; aquellos, por su parte, a consecuencia del enlace de los organismos unicelulares con seres vivos policelulares, neutralizan los instintos de muerte de las células aisladas y derivan los impulsos destructores, representantes de los instintos de muerte, hacia el exterior por mediación del sistema muscular. La sexualidad es la que introduce perturbaciones (tensiones) en el camino de la muerte.
En la función sexual se entretejen muerte y vida. Freud reconoció desde un principio en el instinto sexual un componente sádico, que, en calidad de perversión, podría dominarlo por completo: “la sexualidad de la mayor parte de los hombres muestra una mezcla de agresión, de tendencia a dominar, cuya significación biológica estará quizá en la necesidad de vencer la resistencia del objeto sexual de un modo distinto a por los actos de cortejo” . Lo sexual se sirve del instinto de muerte para sus fines, y este debe esforzarse para luchar contra él: el ello (se supone que a instancias del instinto de muerte) emplea el principio del placer como brújula para luchar contra las pulsiones sexuales . Ha de rebajarse la tensión: “satisfaciendo las tendencias directamente sexuales y luego, más ampliamente, desembarazándose en una de tales satisfacciones, en la cual se reúnen todas las exigencias parciales de las sustancias sexuales que integran, por decirlo así, hasta la saturación, las tensiones eróticas. La expulsión de las materias sexuales en el acto sexual corresponde en cierto modo a la separación del soma y el plasma germinativo. De aquí la analogía del estado siguiente a la completa satisfacción sexual con la muerte, y en los animales inferiores, la de la muerte con el acto de reproducción” .
Pero no se pasa de la analogía: la sexualidad no deja de aportar tensión a la psique. Para perplejidad de Freud, la sexualidad hace comparecer algo que no está dado en las condiciones iniciales, y que convierte en inestable un sistema que retorna a su origen.

NOTAS
“Ambos desarrollos [del Yo y de la sexualidad] no son, en el fondo, sino legado y repeticiones abreviadas de la trayectoria evolutiva que la Humanidad entera ha recorrido a partir de sus orígenes y a través de un largo espacio del tiempo”. S Freud, Introducción al psicoanálisis, Alianza, Madrid, 1988, 371.
Con “mecánica” me refiero a una concepción según la cual lo posterior es explicado exhaustiva y solamente por lo anterior. No es posible que lo más fundamental sea posterior en el tiempo. Con todo, Freud argumenta a veces en términos teleológicos: “El fin sexual del instinto infantil consiste en hacer surgir la satisfacción por el estímulo apropiado de una zona erógena elegida de una u otra manera. Esta satisfacción tiene que haber sido experimentada anteriormente para dejar una necesidad de repetirla, y no debe sorprendernos hallar que la naturaleza ha encontrado medio seguro de no dejar entregado al azar el hallazgo de tal satisfacción” (S. Freud, Tres ensayos sobre teoría sexual, Alianza, Madrid, 1993 , 50). A la costumbre freudiana de establecer cadenas secuenciales que expliquen los fenómenos de la pubertad y la madurez desde la niñez, Mitchell replica con agudeza: “(...) otra manera de explicar por qué es fácil reconstruir la llamada cadena de causalidad e imposible predecirla, es que no existe tal cadena. Acaso las dificultades posteriores de la vida no son productos causales directos de las carencias y los problemas tempranos, sino una combinación del impacto de la experiencia temprana y las reacciones a las tensiones y los conflictos posteriores. Desde esta perspectiva, la predicción es imposible porque no operan causas y efectos sencillos; la reconstrucción es posible porque una buena reconstrucción siempre puede encontrar las primeras versiones de los fenómenos posteriores y atribuirles significados causales”. S. A. Mitchell, Conceptos relacionales en psicoanálisis. Una integración, Siglo XXI Editores, Madrid, 1993, 72.
“La teoría de Darwin, muy en boga entonces [años juveniles], me atraía extraordinariamente porque parecía prometer un gran progreso hacia la comprensión del mundo” (S. Freud, Autobiografía, Alianza Editorial, Madrid, 1990, 11). Como se verá, la admiración no se limitó a esos años.
“Consideraciones de actualidad sobre la vida y la muerte”, en S. Freud, El malestar en la cultura, Alianza, Madrid, 1992, 96-123. La cita corresponde a 107-108.
“El sujeto infantil llega a su completa formación a la edad de cuatro o cinco años, y en adelante se limita a manifestar lo adquirido hasta dicha edad”. S. Freud, Introducción, 372-3.
Desde este punto de vista, el de las relaciones entre lo que el hombre es y lo que hace de sí, Freud es un ilustrado ejemplar. Sobre el concepto ilustrado de naturaleza, cfr. Jorge V. Arregui y Carlos Rodríguez Lluesma, Inventar la sexualidad: sexo, naturaleza y cultura, Rialp, Madrid, 1995.
S. Freud, “Historia del movimiento psicoanalítico”, en S. Freud, Autobiografía, 105. Véase también el siguiente texto: “no todo análisis de hechos psicológicos merece el nombre de psicoanálisis. Este último significa algo más que la descomposición de fenómenos compuestos en otros más simples; consiste en una reducción de un producto psíquico a otros que le han precedido en el tiempo y de los cuales se ha desarrollado” (S. Freud, “Múltiple interés del psicoanálisis”, en Esquema del psicoanálisis y otros escritos de doctrina psicoanalítica, Alianza, Madrid, 1991, 174-201. La cita corresponde a 193).
S. Freud, Introducción, 221. La realización de deseos en que consiste el sueño resulta regresiva en un triple aspecto: es un retorno al material bruto de la imagen (formal); es un retorno a la infancia (temporal); y es un retorno tópico hacia la extremidad perceptiva del aparato psíquico en lugar de una progresión hacia la extremidad motriz (alucinación). Según Freud, ‘las tres clases de regresión vienen a ser una y se conjugan en la mayor parte de los casos, puesto que lo más antiguo en el tiempo es también lo más primitivo desde el punto de vista formal, y está situado, dentro de la tópica psíquica, lo más cerca posible de la extremidad perceptiva. Cfr. P. Ricoeur, Freud: una interpretación de la cultura, Siglo XXI, Madrid, 1983, 385 passim.
S. Freud, Introducción, 174. En esta página y las siguientes se muestra la relevancia que Freud otorgaba a lo sexual en la génesis y en la evolución del lenguaje. Entre el simbolismo y lo sexual hay una íntima relación: la mayor parte de los símbolos son sexuales (cfr. La interpretación de los sueños, 159).
S. Freud, “Múltiple interés”, 191.
Cfr. S. Freud, El malestar en la cultura, Alianza, Madrid, 1990, 41 passim. También, S. Freud, “La moral sexual ‘cultural’”, en Ensayos sobre la vida sexual y la teoría de las neurosis, Alianza, Madrid, 1988, 26. Tal circunstancia, junto a la mayor constancia del instinto sexual en el hombre por la supresión de la periodicidad en la libido, y la facilidad de esta para cambiar de objetos, dota a la labor cultural de grandes magnitudes de energía.
Una sexualidad fuera de control rompería todos los diques y arrasaría la obra de la cultura, rebajándonos al nivel de los pueblos primitivos, que expresan una animalidad bruta, salvaje.
En los trabajos de sus últimos años (Más allá del principio del placer, Psicología de las masas y análisis del ‘yo’ y el ‘yo’ y el ‘ello’) reunió la conservación del individuo y de la especie bajo el concepto de Eros, oponiendo a este el instinto de muerte o de destrucción. Este último, descubierto a propósito de la tendencia de lo vivo a reconstituir estados anteriores, pugnaría por devolver lo orgánico a lo inorgánico de lo que procede. Más allá del principio del placer presenta el supuesto fundamento del instinto en general: de acuerdo con el principio de Fechner, todo sistema cerrado progresa de la inestabilidad a un estado estable. En la función sexual estarían mezclados las dos clases de instintos. Sobre este tema, cfr. S. Freud, “Más allá del principio del placer”, en Psicología de las masas, Alianza, Madrid, 1986 (83-137), 112-8 y 125-31; El yo y el ello, Alianza, Madrid, 1988, 32-4; y “Compendio del psicoanálisis”, en Esquema del psicoanálisis y otros escritos de doctrina psicoanalítica, Alianza, Madrid, 1991 (107-73), 110-4.
Sus comienzos al lado de Breuer y la evolución subsiguiente a las innovaciones propias, hasta la fundación del método psicoanalítico, son relatadas por Freud en Autobiografía, Alianza Editorial, Madrid, 1990, 27-42.
S. Freud, “Historia”, 113-4. Transferencia y resistencia forman la base del método psicoanalítico que no es sino “una tentativa de hacer comprensibles dos hechos —la transferencia y la resistencia—, que surgen de un modo singular e inesperado al intentar referir los síntomas patológicos de un neurótico a sus fuentes en la vida del mismo. Toda investigación que reconozca estos dos hechos y los tome como punto de partida de su labor podrá ser denominada psicoanálisis” (“Historia”, 114).
La dimensión representativa del instinto es una idea o grupo de ideas a las que el instinto confiere cierto montante de energía. Pero, además de la idea, “hay otro elemento, diferente de ella en absoluto, que también representa al instinto y sucumbe a la represión. A este otro elemento de la representación psíquica le damos el nombre de montante de afecto y corresponde al instinto en tanto se ha separado de la idea y encuentra una expresión adecuada a su cantidad en procesos que se hacen perceptibles a la sensación a título de afectos” (S. Freud, “La represión”, en El malestar, 153-64. La cita corresponde a 160).
Dentro de lo insconsciente, Freud distingue entre lo preconsciente, que puede ser llevado sin dificultades a la conciencia, y lo inconsciente propiamente dicho, que habría sido objeto de represión y buscaría descargarse, formando síntomas sustitutivos. Lo que proporciona a Freud la prueba definitiva del inconsciente es el sueño: su actividad de ‘transposición’ y ‘distorsión’ nos obliga a conceder al inconsciente una legalidad propia.
Lo propio del psicoanálisis es precisamente esto: descubrir la legalidad e influencia de lo inconsciente en la vida anímica. “Lo que caracteriza al psicoanálisis como ciencia no es la materia de que trata, sino la técnica que emplea. Sin violentar su naturaleza, puede ser aplicada tanto a la historia de la civilización, a la ciencia de las religiones y a la mitología como a la teoría de las neurosis. Su único fin y su única función consisten en descubrir lo inconsciente en la vida psíquica” (S. Freud, Introducción, 406-7). Y esto con la ventaja, dirá Freud, de que, el método, en realidad, no puede fallar nunca. Cfr. Autobiografía, 57.
Sobre la provisionalidad de sus construcciones teóricas, cfr. Autobiografía, 44-5.
Freud fue abandonando progresivamente el modelo anatómico (neurológico) de las instancias psíquicas que exponemos a continuación en el texto. En sus cartas a Fliess se muestra cómo Freud gesta el convencimiento de que hacía falta postular una energía psíquica, desligada de localizaciones anatómicas rígidas, a fin de explicar los desórdenes causados por la sexualidad.
“Proyecto de una psicología para neurólogos”, recogido en Los orígenes del psicoanálisis, Obras completas, Biblioteca Nueva, Madrid, vol. III, 1968, 585-882. Citadocitado por Ricoeur, 64-5.
Aun después de dar por superado el proyecto, Freud nunca abandonaría el principio de constancia, entendido como autorregulación de un sistema psíquico: el principio de realidad seguirá considerándose como una complicación y un rodeo.
Al estudiar los sueños se descubre en el inconsciente la tendencia a condensar, es decir, a reunir en una estructura los elementos que, en estado de vigilia, permanecerían separados. Otra tendencia es el fácil desplazamiento de las investiduras y de las cargas afectivas de un elemento al otro. De estas dos tendencias, a la condensación y el desplazamiento, se puede concluir que en el ello inconsciente hay una energía móvil, libre, y que el ello tiene por función principal tratar de descargar una cierta cantidad de excitaciones.
S. Freud, Nuevas aportaciones a la interpretación de los sueños, Alianza, Madrid, 1986, 129-30. Cfr. S. A. Mitchell, Conceptos relacionales, 86-7. Esta explicación de Freud tiene como plantilla el modelo del “arco reflejo” de la respuesta a un estímulo. Según este, se responde al estímulo sustrayendo la sustancia estimulada a la influencia del estímulo, alejándola de la esfera de actuación del mismo”. Puesto que, en lo anímico, no hay posibilidad de fugarse, el destino de una pulsión reprimida es buscar un exutorio alternativo.
S. Freud, Tres ensayos. Respecto a la etiología de las neurosis, véase la siguiente cita, de la 361: “Sobre esta etiología no os he dado, hasta ahora, sino un único dato: el de que los hombres enferman de neurosis cuando ven negada la posibilidad de satisfacer su libido, o sea (...) por ‘privación’, siendo los síntomas un sustitutivo de la satisfacción denegada. Naturalmente, no quiere esto decir que toda privación de la satisfacción libidinosa convierta en neurótico al individuo sobre el que recae, sino tan sólo que el factor privación existe en todos los casos de neurosis analizados”. Y en la página 31: “no quiero decir con esto que la energía del instinto sexual proporcione una ayuda a las fuerzas que mantienen los fenómenos patológicos (síntomas). Mi afirmación se refiere únicamente a que esta participación es la única constante y constituye la fuente enérgica más importante de la neurosis, de manera que la vida sexual de dichas personas se exterioriza exclusiva, predominante o parcialmente en estos síntomas, los cuales, como ya hemos indicado en otro lugar, no son sino la expresión de la vida sexual en los enfermos”. En Autobiografía, hablando de la recepción de las ideas psicoanalíticas, se nota el peso que confería al factor sexual: “Acentuando constantemente que no son psicoanalistas ni pertenecen a la escuela ortodoxa, cuyas exageraciones no comparten, sobre todo en lo que respecta al poder absoluto del factor sexual, van apropiándose...” (84).
Cfr. S. Freud, Autobiografía, 45-6 e “Historia”, 116.
Este punto de vista aparece con claridad en La interpretación de los sueños, donde Freud, en vez de partir de excitaciones traumáticas, en su teoría de los sueños partió de arranques de deseo en el fondo psíquico. En el sueño [se encuentra] al niño que sigue viviendo con sus impulsos.
“Ha de tenerse en cuenta que las primeras experiencias infantiles del individuo no son fruto único del azar, sino que corresponden también a las primeras actividades de las disposiciones instintivas constitucionales con que ha venido al mundo” (S. Freud, “Múltiple interés”, 194).
Después de este cambio, la regresión pasa de ontongénica a filogénica: no se vuelve a una situación personal pasada, sino al fondo común de la humanidad.
Compárese esta definición, correspondiente a la edición de 1915, con la de 1905: “la contribución de un órgano que recibe estímulos [... un] órgano cuya excitación confiere a la pulsión carácter sexual”.
La energía psíquica correspondiente a los instintos de carácter sexual, recibe el nombre de libido, y forma, junto al hambre, el par que representa las dos grandes necesidades orgánicas: amor y nutrición. Su producción, aumento, disminución, distribución y desplazamiento deben ofrecernos las posibilidades de explicación de los fenómenos psicosexuales observados. Cfr. S. Freud, Tres ensayos, 70 y 82-3.
La hipótesis más sencilla y próxima sobre la naturaleza de los instintos sería la de que no poseen por sí cualidad alguna, debiendo considerarse tan sólo como cantidades de exigencia de trabajo para la vida psíquica. Lo que diferencia a unos instintos de otros y les da sus cualidades específicas es su relación con sus fuentes somáticas y sus fines. La enumeración de estos términos correspondientes a los instintos, puede encontrarse en las páginas 136-8 de “Los instintos y sus destinos”, en El malestar, 132-53.
Cfr. S. Freud, “Los instintos y sus destinos”, 141-2.
S. Freud, Tres ensayos, 82.
El descubrimiento del narcisismo permitió a Freud atender un campo hasta entonces ignorado: “hasta ese momento sólo habíamos atendido en el proceso de la represión a lo reprimido, pero a partir de él nos fue ya posible llegar al conocimiento de los elementos represores. Sabíamos ya que la represión era efectuada por los instintos de conservación que actuaban en el yo (instintos del ‘yo’), y recaía sobre los instintos libidinosos. Ahora, al conocer los instintos de conservación como de naturaleza libidinosa, esto es, como libido narcisista, vemos que el proceso de la represión se desarrolla dentro de la libido misma. La libido narcisista se opone a la libido objetiva, y el interés de la propia conservación se defiende contra las exigencias del amor objetivo” (S. Freud, Autobiografía, 78. Cfr. S. Freud, Introducción, 434). Fuerzas reprimidas y fuerzas represoras toman su energía de la libido.
Cfr. “El inconsciente”, en El malestar, 165-202. La cita corresponde a 190.
S. Freud, Nuevas aportaciones, 111-2.
Cfr. las páginas 261-2 de S. Freud, “La cuestión del análisis profano”, en Esquema del psicoanálisis y otros escritos de doctrina psicoanalítica, Alianza, Madrid, 244-327.
S. Freud, Tres ensayos, 39.
S. Freud, Introducción.
Cfr. S. Freud, Introducción, 373.
Véanse Tres ensayos, 50-1; Introducción, 343-4; Comprendio del psicoanálisis, Alianza, Madrid, 1991, 116-9.
S. Freud, Tres ensayos, 87.
A pie de página añade Freud que también es posible que la elección del objeto tenga un carácter narcisista, esto es: que se busque el propio yo en los demás. Cfr. Tres ensayos, 87. En cualquier caso, que el objeto definitivo del instinto sexual no sea nunca el primitivo, sino tan sólo un subrogado suyo, puede que explique la inconstancia en la elección de objeto, el “hambre de estímulos”, tan frecuente en la vida sexual de los adultos: cuando el objeto primitivo de un impulso optativo sucumbe a la represión es reemplazado, en muchos casos, por una serie interminable de objetos sustitutivos, ninguno de los cuales satisface por completo. Esta tendencia de la libido a aferrarse a los primeros objetos, entregándose toda la vida a deseos insatisfactorios, fue reconocida por Freud, en primer término, acuñando la expresión “adherencia de la libido”, que no pasa de ser una mera formulación del problema: tal fenómeno no casa con el gobierno del principio del placer (cfr. Tres ensayos, 105-6). Sólo al incluir el instinto de muerte pudo Freud encontrar una explicación suficientemente satisfactoria: se trataba de la tendencia a repetir fases anteriores, derivada del instinto de muerte. Cfr. la página 90 de S. Freud, “Aportaciones a la psicología de la vida erótica”, en Ensayos sobre la vida sexual y la teoría de las neurosis, Madrid: Alianza, 1988.
En El malestar en la cultura, 214-30.
Ricoeur plantea magistralmente los problemas que la doctrina de la identificación plantea a la coherencia total del pensamiento freudiano. Cfr. P. Ricoeur, Freud, 182-96. Véase también S. A. Mitchell, Conceptos relacionales, 60-5.
La amenaza de castración es, por tanto, para Freud, el acontecimiento esencial de la infancia y el origen más seguro de las perturbaciones futuras de la sexualidad. Cfr. S. Freud, Autobiografía, 77. También enumera algunas de las consecuencias de la amenaza de castración en Compendio, 156-7.
Este es el desenlace normal, pero también podría producirse una intensificación de la identificación con la madre (o establecerse dicha identificación), lo que afirmaría el carácter femenino del sujeto. En otros casos se introduce en el yo al objeto abandonado: la niña, por ejemplo, al abandonar al padre como objeto erótico, puede llegar a identificarse con él. Según Freud, existe en el hombre y en la mujer una bisexualidad constitutiva del sujeto infantil, que viene a resolverse, para los intereses analíticos en el par activo-pasivo.
S. Freud, El yo y el ello, 26.
S. Freud, Tres ensayos, 43-5.
La entrada de la niña en la pubertad estaría caracterizada, en vez de por un avance, por una nueva represión, que recae precisamente sobre la sexualidad clitoridiana. Lo que sucumbe a la represión “es un trozo de vida sexual masculina”, es decir: de actividad. “Cuando la transferencia de la excitabilidad erógena desde el clítoris a la entrada de la vagina queda establecida, ha cambiado la mujer la zona directiva de su posterior actividad sexual, mientras que el hombre conserva la suya sin cambio alguno desde la niñez. El cambio de las zonas erógenas directivas (del clítoris a la entrada de la vagina) y el avance represivo de la pubertad están, por tanto, ligadas íntimamente con la esencia de la femineidad” (cfr. S. Freud Tres ensayos, 85-6). En la mujer sería especialmente patente la bisexualidad postulada por Freud, pues la fase propiamente femenina, en que la zona erógena es la vagina, es precedida por otra, dominada por el clítoris (falo femenino). Otra complicación derivaría de la función de este falo en la fasae vaginal. Hay una correlación entre este cambio de sexo y la sustitución de la madre por el padre como objeto sexual (cfr. “Sobre la sexualidad femenina”, en Tres ensayos, 119-40. La cita corresponde a 122-3). Nótese que Freud usa “masculino” y “femenino” de forma peculiar. Por ejemplo: las manifestaciones sexuales autoeróticas y masturbaciones de las niñas, tendrían un absoluto carácter masculino. “La libido es regularmente de naturaleza masculina, aparezca en el hombre o en la mujer e independientemente de su objeto, sea este el hombre o la mujer”. El sentido propiamente analítico no es el sociológico ni el biológico. El único par esencial y utilizable en el psicoanálisis es actividad-pasividad. Por eso habla de una libido “masculina”, pues el instinto es siempre activo, aun en aquellos casos en que se propone un fin pasivo. Tales precisiones parecen ser, para Freud, fundamentales: “Desde que llegamos al conocimiento de la teoría de la bisexualidad, consideramos este factor como el que aquí ha de darnos la pauta, y opinamos que sin tener en cuenta la bisexualidad no podrá llegarse a la inteligencia de las manifestaciones sexuales observables en el hombre y en la mujer” (cfr. S. Freud, Tres ensayos, 85).
Cfr. S. Freud, Tres ensayos, 72-3. El amor consiste en la relación con el objeto una vez que se ha “desomatizado” el deseo: “Hablamos, sobre todo, de amor cuando las tendencias psíquicas del deseo sexual pasan a ocupar el primer plano, mientras que las exigencias corporales o sexuales, que forman la base de este instinto, se hallan reprimidas o momentáneamente olvidadas” (Introducción, 346).
Cfr. S. Freud, Introducción, 338.
Cfr. S. Freud, Tres ensayos, 73. A juicio de Freud, todas las perturbaciones morbosas de la vida sexual pueden considerarse justificadamente como inhibición del desarrollo.
Cfr. S. Freud, Introducción, 357.
“La diferencia entre la sexualidad perversa y la infantil es que en aquella se produce el monopolio de una tendencia parcial, mientras que esta está fragmentada. “Desde este punto de vista no existe entre la sexualidad normal y la perversa otra diferencia que la de las tendencias parciales, respectivamente dominantes, diferencia que trae consigo la de los fines sexuales. Puede decirse que tanto en una como en otra existe una tiranía bien organizada, siendo únicamente distinto el partido que la ejerce. Por el contrario, la sexualidad infantil, considerada en conjunto, no presenta ni centralización [perversa] ni organización [normal], pues todas las tendencias parciales gozan de iguales derechos y cada una busca el goce por su propia cuenta. Tanto la falta como la existencia de una centralización se hallan en perfecto acuerdo en el hecho de ser las dos sexualidades, la perversa y la normal, derivaciones de la infantil”. En el caso de que hubiera una pluralidad de tendencias independientes, sería mejor hablar de infantilismo sexual” (S. Freud, Introducción, 338-9).
Cfr. S. Freud, Compendio, 191.
S. Freud, Autobiografía, 51.
Ibid, 53.
Cfr. S. Freud, Tres ensayos, 41-3, donde declara que, aparte razones convencionales, la negligencia de la sexualidad infantil se debe a la amnesia que abarca los primeros siete u ocho años de vida. A juicio de Freud, esta peculiar amnesia sería condición de posibilidad de la histérica.
Cfr. S. Freud, Tres ensayos, 40.
S. Freud, Introducción, 326.
S. Freud, Tres ensayos, 47.
Cfr. S. Freud, Introducción, 327-8. Las huellas psíquicas del chupeteo “persisten luego durante toda la vida. Constituye, en efecto, el punto de partida de toda la vida sexual y el ideal, jamás alcanzado, de toda satisfacción sexual ulterior, ideal al que la imaginación aspira en momentos de gran necesidad y privación. De este modo forma el seno materno el primer objeto del instinto sexual y posee, como tal, una enorme importancia, que actúa sobre toda ulterior elección de objetos y ejerce en todas sus transformaciones y sustituciones una considerable influencia, incluso en los dominios más remotos de nuestra vida psíquica” (Ibid. 329-30). Quizás no se trate tanto de mamar cuanto del fenómeno más general de la incorporación a sí del otro.
A pesar del carácter interpretativo de esta doctrina, Freud parece no tener duda al respecto “Pero me he de permitir indicaros que es necesaria muy mala voluntad para no ver los hechos de que acabo de hablaros o darles una distinta explicación” (S. Freud, Introducción, 331-2).
“No debéis olvidar que por el momento no disponemos de una característica generalmente aceptada que nos permita afirmar la naturaleza sexual de un proceso” (S. Freud, Introducción, 336). De todas formas, algunas páginas más adelante presenta algunas razones para considerar sexual el comportamiento del niño de pecho: si calificamos de sexuales las dudosas e indefinibles actividades infantiles encaminadas a la consecución de placer, es porque el análisis de los síntomas nos ha conducido hasta ella a través de materiales de naturaleza incontestablemente sexual. Ahora bien, reconoce Freud, el carácter sexual de tales materiales proporcionados por el análisis no implica que las actividades infantiles de referencia sean igualmente sexuales. En efecto; pero, dado el claro carácter sexual de tales actividades en los adultos, ¿podremos decir que no es tal en los niños? (Cfr. Ibid., 341). Freud parece dejar fuera de antemano la posibilidad de que lo sexual, al igual, por ejemplo, que lo intelectual o lo afectivo requiera un proceso de maduración o aprendizaje.
S. Freud, Tres ensayos, 49.
S. Freud, Introducción, 341.
Cfr. S. Freud, Introducción, 340.
“Otra hipótesis interina de la teoría del instinto, a la cual no nos podemos sustraer, es la de que de los órganos del cuerpo emanan excitaciones de dos clases, fundadas en diferencias de naturaleza química. Una de estas clases de excitación la designamos como la específicamente sexual, y el órgano correspondiente como zona ‘erógena’ del instinto parcial de ella emanado”. Según Freud, los experimentos de cambio de sexo a animales superiores asignan al tejido intersticial de las células específicamente sexuales: “Debemos, pues, creer que en la parte intersticial de las glándulas seminales se producen materias químicas especiales, que son acogidas por la corriente sanguínea, produciendo la carga de tensión sexual de determinadas partes del sistema nervioso central” (cfr S. Freud, Tres ensayos, 35-6 y 81-4). Sin embargo, aunque, por su origen particular, habría de tener una naturaleza cualitativamente distinta de la energía correspondiente a los procesos nutritivos, el análisis de las perversiones y psiconeurosis hizo pensar a Freud que la excitación sexual no era producida únicamente por los órganos llamados sexuales, sino por todos los del cuerpo. De hecho, es posible que nada importante suceda en el organismo que no contribuya con sus componentes a la excitación del instinto sexual.
S. Freud, Introducción, 337.
S. Freud, Psicología de las masas, Alianza, Madrid, 1986, 29-30.
S. Freud, Introducción, 341-2.
El carácter de tensión de la excitación sexual plantea un problema, si se quiere mantener que una sensación de tensión tiene que ser de carácter displaciente. Si se cuenta la tensión de la excitación sexual entre las sensaciones displacientes, se tropieza en seguida con que dicha tensión es sentida como unn placer. ¿Cómo podemos conciliar la tensión displaciente con la sensación de placer? El problema estaría en cómo el placer experimentado hace surgir la necesidad de un placer mayor. La solución que Freud da a este problema parece ir más alá de sus recursos conceptuales declarados, al distinguir entre dos clases de placeres: el producido en las zonas erógenas (placer preliminar) y el producido en la eyaculación (placer final o satisfactorio de la actividad sexual). El segundo es “el de mayor intensidad y se diferencia de los demás en su mecanismo, siendo producido totalmente por una exoneración y constituyendo un placer de satisfacción, con el cual se extingue temporalmente la tensión de la libido. Hay, por tanto, una diferencia esencial entre el placer producido en las zonas erógenas (placer preliminar) y el producido en la eyaculación (placer final o satisfactorio de la actividad sexual). El placer preliminar es el mismo que ya hubieron de provocar, aunque en menor escala, los instintos sexuales infantiles. El placer final es nuevo y, por tanto, se halla ligado a condiciones que no han aparecido hasta la pubertad. La fórmula para la nueva función de las zonas erógenas sería la siguiente: son utilizadas para hacer posible la aparición de mayor placer de satisfacción por medio del placer preliminar que producen y que se iguala al que producían en la vida infantil”.
Cfr. S. Freud, Introducción, 361.
Cfr. S. Freud, El yo y el ello, 36-7. No se trata, piensa Freud, de algo nuevo. Lo s griegos ya habrían pensado así, con más razón que nosotros, los modernos: “la máxima diferencia entre la vida erótica del mundo antiguo y la nuestra está, quizá, en que para los antiguos lo importante era el instinto mismo y no, como para nosotros, el objeto. Glorificaban el instinto y creían que ennoblecían al objeto, por deleznable que fuese. En cambio, nosotros despreciamos la actividad sexual en sí y la disculpamos por los méritos del objeto” (S. Freud, Tres ensayos, 145, nota 12).
S. Freud, Tres ensayos, 17.
Como se ve, la concepción freudiana de la sexualidad es muy similar a la que Schopenhauer tenía de la voluntad.
Esto se cumple en todos los planos de análisis: “la conducta sexual de una persona constituye el ‘prototipo’ de todas sus demás reacciones” (S. Freud, “La moral sexual ‘cultural’”, 38).
Cfr. S. Freud, Autobiografía, 79.
Cfr. S. Freud, “Más allá del principio del placer”, especialmente 112-8.
Cfr. S. Freud, Tres ensayos, 26. Cfr. también S. Freud, “Compendio”, 150-1.
S. Freud, “Más allá del principio del placer”, 83-137.
S. Freud, El yo y el ello, 38-9.
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Del mismo autor junto con Jorge Vicente Arregui: Inventar la sexualidad.